El inmortal



Cientos de miles desfilan ante mí mensualmente. Se detienen y me observan. Algunos aprovechan un descuido de los guardias y toman fotografías sin reparar en el daño que me ocasionan con sus potentes flashes.

De vez en cuando se apiadan de mí y me rejuvenecen para disimular el desgaste físico y emocional, los años de trabajo, la rutina diaria, las visitas, los comentarios y consideraciones hacia mi persona, el peso de la fama sobre mis cansados hombros.

Cuando se apagan las luces, se cierran las puertas y nos invade el silencio de los corredores hablamos entre nosotros, pensamos en los nuestros y en sus destinos. ¿Qué habrá sido de nuestras esposas y nuestros hijos? En ése trance doloroso es costumbre que consolemos entre todos a Felipe cuyo llanto nocturno nos conmueve como la tragedia de aquellos días.

Yo supe, bien sabe Dios, que sería inmortal. Lo supe en los segundos previos a la descarga, lo tuve tan claro como cuando tomé la decisión de enrolarme y cuando sentí en carne propia que se avecinaba nuestra segura y triste derrota.

El que yace en el suelo es mi cuñado Evaristo. El vino a avisarme que me estaban buscando. Él, pobre, que siempre intentó persuadirme sobre la inutilidad de las luchas. Lo habían traído herido arrastrándolo por el campo y fue el sargento el que le dio el tiro de gracia.

La historia nunca pone un punto final. De poco y nada sirven hoy mis argumentos pero mis camaradas saben que no pedí clemencia, que levanté los brazos para gritar por la Patria.

Aún sigo en pie. Aún resuena mi grito.