Guitarra negra



El haz de luz de una lámpara dicroica se expandía como un destello en varias direcciones al reflejarse en el espejado esmalte de su caja. Sentí que aquel brillo era una señal para seducirme y postrarme a su merced. Su imagen me transportó a Guitarra negra, el magnífico libro de poesía de Spinetta y fue el giro perfecto para mi enamoramiento súbito. Con decisión entré al negocio y la compré sabiendo que cada cuota sería una cicatriz profunda en mis magros ingresos como empleado.

Durante meses el idilio fue creciendo, nos fuimos conociendo y compartiendo los secretos de sus armónicos y mis límites como instrumentista. Ella fue la llave que abrió de par en par el corazón de Julieta una tarde de lluvia. Los tres hicimos viajes, iluminamos  fiestas, arrancamos aplausos y crecimos juntos como músico, instrumento y cantante. Las siluetas de los amores de mi vida se parecían y era inevitable encontrarnos siempre juntos.

La maldición comenzó la noche del cumpleaños de Julieta. Fue una fiesta con músicos y en la mesa compartida estaba uno al que llamaban gitano y a quien ni Julieta ni yo conocíamos. Alguien pidió que le pasara mi guitarra y yo al observar sus gestos tímidos y sus movimientos torpes pensé que escucharía a otro de esos que tocan temas simples aprendidos en cancioneros. Ajustó un par de cuerdas con el clavijero, miró al techo y arrancó. Tuve la sensación de viajar en un río de montaña. Cada cascada era vértigo y peligro. Era perfecto. Tuve celos. Vi que la guitarra se había entregado a su voluntad como si se conocieran de toda la vida. 

No falló una nota. Tuve la sensación que me observaban mientras yo contemplaba cada arpegio embelesado. Sufrí en carne propia el dolor de una traición imperdonable hasta  que busqué los ojos de Julieta y encontré en ellos un brillo desconocido. Unas pocas semanas después supe que las siluetas de mis dos amores estuvieron rodeadas por los brazos del gitano.

Con Julieta intentamos retomar el camino pero el lacerante fantasma del engaño empañò la relación para siempre.

Estuve semanas sin tocar. Había dejado la guitarra colgada en un estante como si esperara que gotease su historia y para mi dolor, ella me observaba indiferente. El día que la descolgué para probar mi digitación comprobé que nuestra relación había terminado para siempre.

El brillo de la caja se confunde con el diapasón y proyecta un extraño tono rojizo. La cuarta  cuerda se cortó con el estruendo de un látigo contra la madera de la caja. No lloré, ni siquiera cuando me pareció ver las caras de Julieta y el gitano entre las llamas.