Cuando me acomodé en el asiento y ajusté el cinturón de seguridad me
acordé del japonés y de mi decisión de viajar solo. Aunque él lo tomó como una
traición yo necesitaba poner un poco de distancia con su historia y prestarle
más atención a la mía que comenzaba a dar indicios de un posible naufragio.
Necesitaba alejarme de ese lugar donde me colocó para que fuese los ojos que
entendieran su pasado y que justificara como nobles cada uno de sus actos y
decisiones.
Cuando cerré la puerta de calle
no escuché ni uno solo de los reproches a los que me había acostumbrado en las
últimas semanas. Entendía perfectamente su búsqueda como pintor, su agotamiento
como retratista, aunque alimentara en mí cierta envidia saber que hubiese
vivido muy bien la vida entera con lo que cobraba por cada trabajo, por ese
particular estilo de hacer emerger el brillo y las sombras del alma del
retratado. Supuse que alguno de esos conflictos existenciales entre el camino
del arte y la supervivencia socavaron hasta convertir en ruinas seis años de
matrimonio que según su descripción fueron excelentes. No lograba asimilar el
impacto de la sorpresa de haber escuchado a su mujer decir que no quería seguir
con él y confesarle en la misma conversación que tenía un amante.
Mantuve mi atención en su relato y mi punto de vista sobre los
escabrosos episodios ocurridos durante su estancia en aquella solitaria casa de
la montaña, sitio en el que encalló luego de miles de kilómetros conduciendo
sin rumbo y sin dejar de pensar en otra cosa que en su mujer acostándose con
otro hombre y el fin de su matrimonio, hasta que apareció un viejo amigo de la
infancia para ofrecerle la casa donde había vivido su padre hasta ser internado
en un geriátrico de Tokio con una avanzada demencia senil que había corroído su
memoria. No me sorprendió que en ese estado de enajenación, el japonés, haya tenido un encuentro sexual con una
desconocida que encontró en la ruta y a la que, dentro de un juego que le
propuso la mujer, casi termina
asfixiando con una cinta de seda al momento de llegar al orgasmo. Era otra
persona distinta a la que conocí cuando descendió a ese extraño pozo tapiado
durante siglos. Su relato sobre la estrechez de las paredes y la oscuridad me
provocaron una sensación de asfixia que me obligó a suplicarle que no
continuase.
Cuando regresé de mi viaje, luego de quince días sin una sola noticia
sobre su estado, lo encontré en mi dormitorio esperándome en silencio. Asomaba
sus extremidades inferiores bajo el doblez del cubrecama. Claramente se
distinguía su presencia como la magnitud de su nombre y apellido tan particular
en letras de molde: Haruki Murakami, La muerte del Comendador.