El reloj de pared

 


Cuando mudaron los muebles de la casa recién desocupada, el reloj de pared quedó entre los objetos inútiles. El galpón donde fueron depositados se cerró con candado y solo fue abierto nueve años más tarde por Jeremías, el menor de los herederos, luego de que hallara, entre los libros familiares, el diario de su bisabuelo.

El diario estuvo mezclado durante décadas junto a álbumes de fotos en color sepia que resumían cien años de la vida de la familia. Jeremías comenzó a hojearlo una tarde lluviosa de invierto y lo invitó a su lectura la caligrafía cuidada, perfectamente legible, el puntilloso esmero en el estilo de la letra y la intuición de que encontraría en él algún secreto familiar guardado con siete llaves.

Recorrió sus páginas como quien descubre la bitácora del capitán de un barco, siguiendo al detalle los casamientos, nacimientos y muertes de cada antecesor. Percibió los momentos de dolor, que fueron más numerosos y persistentes que los de alegría. En su lectura descubrió que su tatarabuelo no solo no había tenido una infancia feliz sino que los momentos gratos jamás compensaron a aquellos amargos que le deparó el destino.

A partir de la mitad de la escritura, comenzó a ganar un lugar especial en la atención del narrador un reloj de pared, el que muchos suponían que cruzó el Atlántico desde Italia transportado por los primeros familiares inmigrantes. No fue ese su derrotero. Lo compraron en Buenos Aires y perteneció a la primera familia que se estableció en la casa que habían desocupado.

El bisabuelo descubrió un episodio que se repetía a lo largo de la historia familiar y revelaba que la función de aquel reloj de pared no era solo la de marcar las horas.

El reloj está empotrado en una caja de madera, con una pequeña puerta ventana de vidrio en su frente que protege de la suciedad al cuadrante y a la maquinaria. El cuadrante tiene números romanos y sobre el ocho y el cuatro están los orificios donde se inserta la llave con la que se le da cuerda, haciéndola girar hacia la izquierda en el cuatro y hacia la derecha en el ocho. Una espiral de metal es golpeada por un martillo de bronce, cada media hora, el número de veces que marque la hora.

Lo que llamó la atención del narrador era el comportamiento particular del reloj ante determinados acontecimientos familiares. Empezó a tomar registro de ellos con la muerte de su hijo Nicolás, el cuarto de los seis que tuvo. El niño no había cumplido un año de edad cuando sufrió un golpe durante un baño. Su cuadro fue empeorando y murió dos días después. La noche anterior a su muerte, el reloj dio doce campanadas a las ocho y se detuvo a las tres y veinte de la madrugada, hora en que estimaron murió Nicolás. El suceso y los detalles formaron parte de una conversación familiar algunos días después, cuando en una situación de dolor y duelo cada uno repasa, aquello que recuerda o cree recordar.

Las cartas que llegaban desde Europa traían buenas y malas noticias. Nadie sabía, hasta la lectura del diario, que de aquí partían preguntas precisas que buscaban confirmar la eficacia del reloj. No pudieron responder desde Piamonte con datos concretos de una muerte ocurrida a miles de kilómetros de la ciudad, pero su tatarabuelo, con las señales que emitía el reloj, hubiese podido, desde Buenos Aires, confirmarles la hora exacta del deceso. Nada alteraba su secreta dedicación que solo registraba en su diario sin comentarlo en la familia, posiblemente para no alarmar ni despertar una angustia en cada detención de la maquinaria y sus anunciadoras campanadas.

Durante meses, Jeremías buscó en vano un relojero. La profesión se iba muriendo lentamente con la llegada de la era digital y electrónica. Las piezas de maquinaria del reloj habían dejado de fabricarse hacía décadas y en cada consulta recibió la misma respuesta sobre la imposibilidad de su reparación y que volviese a funcionar. La llave de la cuerda se había perdido y las improvisadas herramientas con las que pretendieron reemplazarla resultaron inútiles. La carga de la cuerda llegaba a su tope.

Jeremías se recibió de arquitecto dos años después y en su estudio, armado con muebles antiguos, decidió colgar el reloj de pared de su tatarabuelo. En un secretero inglés con cortina de madera, especialmente restaurado, tenía la historia familiar detallada en el diario de su abuelo, algunas cartas de mediados de siglo, un álbum de fotos, dos trofeos escolares y tres de su paso por la secundaria cuando la natación ocupaba en su agenda un lugar de privilegio, un block donde asentaba sus estados de ánimo y la lámpara de aluminio que iluminó su tablero de dibujo durante una docena de proyectos universitarios. Una foto de Alejandra, su novia y futura esposa, ocupaba una mesa redonda a pocos pasos de la entrada del estudio.

Un domingo a la madrugada estaba poniéndose al día con algunos trabajos del estudio que habían quedado pendientes cuando el reloj de pared, ante su desconcierto, comenzó a dar sus campanadas y segundos antes de la doceava sonó también el teléfono.

Temblando, descolgó el auricular.