Llegué tarde y el único lugar
disponible para sentarme estaba al lado de Eduardo a quien todos, por distintos
motivos, evitaban. Los míos eran claros. No me cayó bien desde el primer día.
Sus ojos eran fríos, sus gestos revelaban una violencia contenida, cierta
crueldad o perversión. Pese al pedido de no fumar que propuso Esther ahí
estaba, estirándose para acercar la colilla al cenicero. Lo saludé de
compromiso y pude comprobar que su saco gastado despedía un olor que mezclaba
tabaco y humedad. Sabía muy poco sobre él pero me imaginaba la vida de un
solitario en la buhardilla de una vieja casona.
Oscar tenía la palabra y describía el
naufragio de un matrimonio y el dolor que lo desgarraba. Lo dejé que contara
sin interrumpirlo con preguntas que podía ser obscenas formuladas por alguien
que había estado ausente en el principio de la historia. Por los silencios y
los momentos en que se le quebró la voz intuí que era en vano el esfuerzo que
hacía por darle un tono impersonal. Tres veces pidió disculpas y se secó las
lágrimas excusándose con una alergia que le nublaba la visión. Con palabras
precisas y bien seleccionadas describió una conversación entre personas que
tienen poco que decirse y que perdieron toda esperanza de recibir del otro algo
que era incapaz de brindarle. Un gesto de fastidio de Eduardo me distrajo y no
conseguí entender si el fin de la relación incluía la llegada de un hijo. Los
comentarios del resto me hicieron acordar a las frases prefabricadas
oportunamente para los velorios. Miré a los demás y noté que Miriam concentraba
su mirada en la taza de café y se encerraba en sí misma. Pensé en acercarme a
la salida y preguntarle si estaba bien. Hasta ese día no tuve oportunidad de
hablar con ella a solas y comprobar si había algo más que el encanto de una
sonrisa y un par de bellas piernas.
Fabio nos sedó a todos con su
descripción de una relación entre hermanos llena de guiños psicoanalíticos,
cargada de reflexiones personales que dejaban entrever que debió comenzar
terapia en la adolescencia y aún hoy seguía explorando. Había en él algo que me
recordaba a un primo hermano a quien dejé de ver hacía muchos años. Imágenes de
mi adolescencia me alejaron por unos minutos del grupo y de las primeras
palabras que Doris pronunciaba llena de nerviosismo y sin dejar de jugar con su
collar de perlas.
Pensé que el nivel de repulsión que
me provocaba Gladys podía competir con el que me producía Eduardo. La
abundancia de detalles insignificantes, su digresión, su recurrente camino a
las descripciones de flores y primores, el tono de catequista, santurrona, de
asistente de sacristía me hacía sospechar que tras sus modales recatados se
escondía una depredadora, una ninfómana insaciable, capaz de invitarte a
atravesar todos los límites convencionales y a asumir su rol de profesora
dispuesta a acompañarte a descubrir tus más bajos instintos. La imaginé
recatada con su esposo y desinhibida con el cura párroco. A mi lado Eduardo se
veía nervioso. Encendió otro cigarrillo, aclaró la voz y nos habló sin
preámbulos.
Noté que las manos le temblaban un
poco, como a aquellos alcohólicos que llevan horas de abstinencia y están al
límite de sus fuerzas. El silencio nos envolvía y de alguna manera misteriosa
nos hermanaba. A diferencia de lo que ocurrió con los demás cuando hablaron
todos quedamos estáticos, hipnotizados por su figura y su voz firme. Tomó un
sorbo de café casi frío y nos condujo como a presas a un oscuro laberinto.
Allí, frente a nosotros, sin ningún tipo de remordimiento estaba sentado un
asesino. Me pareció que disfrutaba de la emboscada a su víctima, de tomarla por
sorpresa, de percibir su miedo para hundir una y otra vez su puñal y cobrarse
una traición. Tuve miedo. Lo noté en trance, excitado y peligrosamente
violento. Los detalles para borrar las huellas del crimen que había cometido
certificaban su premeditación, su trabajo de inteligencia y su fría eficacia.
Nadie supo que decir cuando concluyó y nos miró a los ojos. Oscar aplaudió. El
resto nos sumamos a los aplausos después.
Me costó salir del trance y me despabiló el viento frío al atravesar la puerta del bar rumbo a la calle. Cuando encendí un cigarrillo Miriam se subía a un taxi y con él se esfumaba mi oportunidad de hablarle. Eduardo pasó a mis espaldas y dijo algo parecido a un saludo que correspondí. Ese tipo oscuro y despreciable había traído al taller el mejor cuento de la noche.