Parpadeo

El sol de mediodía caía directamente sobre mi rostro y me obligaba a achinar los ojos y concentrarme en lo que estaba pensando, restándole importancia al ardor en las mejillas. Dejé caer los párpados como una forma de saludo y bienvenida a una brisa inesperada. El teléfono de mi escritorio sonó a las quince y treinta de ese enero caluroso en Buenos Aires. Del otro lado de la línea ella me decía que había salido a hacer unas compras porque a las once y treinta había roto bolsa y en cada negocio anunciaba tan segura como tranquila que el día de nacimiento sería ése. No alcancé a entender todo lo que decía incluyendo que lo tomara con calma. Colgué el teléfono y corrí por el pasillo de la oficina avisando a todo aquel que se me cruzase en el camino que había llegado el día. No sé cuánto demoré en llegar desde el centro a nuestro departamento en Palermo. Solo recuerdo que fue uno de mis viajes más largos. Ella me esperaba serena y me aconsejaba que para aliviar el calor sofocante me diera un baño antes de salir para visitar al obstetra. Insistió y cuando salí de la ducha más rápida que recuerde, ella, con delicadeza, envolvía con cinta blanca las manijas del moisés. A su lado tenía preparado el bolso.

El médico comprobó la dilatación y nos aconsejó que fuésemos a la clínica. Ella solo dijo que nacería alrededor de las diez de la noche. A las ocho, ya instalados en su habitación, las contracciones se hicieron más fuertes y con mayor frecuencia. Yo solo le tomaba la mano dándole ánimo y secaba el sudor de su frente. A las diez menos diez subimos a la sala de parto y a mí no me respondían las manos para colocarme la bata, los pantalones y el gorro mientras la veía a ella soportando las contracciones y avisando que estaba pariendo. El médico se ponía los guantes mientras yo me acercaba a la mesa y me colocaba como uno más del equipo parto. Durante los días que duró el entrenamiento para padres mi familia apostaba a que me desmayaría y serían tres las personas que los médicos tendrían que atender. Ella extendía sus piernas abiertas y en el medio de ellas asomaba al mundo un mechón de pelo negro que pujaba por salir. Antes que las manos del obstetra estuvieron las mías para recibirla y con toda la delicadeza posible, todo el amor inabarcable, toda la felicidad infinita, la acompañé en su llegada y la traje hacia mí cubierta de un líquido viscoso y sangre. La puse sobre el pecho de su madre y lloré sin entender cabalmente porqué el mundo era tan pequeño y ese momento tan grande. Nació a las diez y quince minutos de un caluroso cuatro de enero en Buenos Aires y entonces no sabía que mi vida se dividiría en dos.

Abrí los ojos. Estaba sentada a mi lado festejando en tiempos de pandemia, en las mesas de la vereda de un bar cercano a mi casa, el día del padre. Tiene treinta y un años, es una mujer que admiro y amo desde aquel cuatro de enero y para siempre.