Con una mano empujó las migas
desparramadas sobre el mantel y las dejó caer sobre la otra mano cerca del
borde de la mesa. Acomodó a tientas con los pies las pantuflas y fue en busca
de la pava que en la hornalla de la cocina lanzaba sus primeras bocanadas de
vapor. El cosquilleo de la pierna derecha lo hizo pensar en que con los años
las sillas fueron perdiendo su comodidad y ya era hora de cambiarlas. El vapor
de la pava flotó cerca de su nariz y antes de preparar la yerba sintió que resbalaba.
La caída era inevitable. Sabía que no iba a servir aferrarse a la mesada como
sucedió en el viaje en barco cuando la tormenta convirtió en papel la
estructura de acero, hizo crujir vigas y tornillos, transformando en un tobogán
el pasillo de estribor. El cuerpo inclinado y las manos como garras apretando
los barrotes de la baranda, soportando el peso de su humanidad y la embestida
de las olas contra el buque. Como tantos otros, no alcanzó a colocarse el
salvavidas. Cayó al agua entre olas inmensas y feroces ráfagas de viento.
La tormenta llevaba y traía gritos de
desesperación. Apenas podía gritar para pedir auxilio y sabía que sería inútil.
Muchos objetos flotaban a su alrededor, pero ninguno le servía para mantenerse
a flote. Cuando descendían uno de los botes impactó contra la pared del barco y
varios tripulantes fueron despedidos al mar como él minutos antes. Los pocos
que lograron mantenerse en la embarcación hacían esfuerzos por separar el bote
del barco y rescatar a sus compañeros. Pensó en no desesperarse porque ésa
sería su derrota definitiva y solo atinó a nadar para ponerse a salvo. Braceó
hacia su salvación con la cabeza fuera del agua, la vista fija en el objetivo y
la decisión de mantener su última esperanza. Tragó agua y controló las convulsiones
de la tos con el mismo esfuerzo que hacía al nadar. Lo habían visto y desde el
bote le gritaban dándole ánimo para que no se dejase vencer. Tuvo miedo pero
estaba dispuesto a no resignarse. Dos de los que habían caído con el impacto
contra el buque estaban muertos y flotaban con los salvavidas puestos a la
deriva. Sabía que tratar de hacerse de un flotador para colocárselo sería
imposible. Mantuvo el braceo con la sensación desesperante de que la distancia
con el bote no se reducía. Sus compañeros seguían gritándole mientras desde el
barco escoriado intentaban descender otro pelotón de náufragos. El dolor en los
hombros y la falta de fuerzas para mantener el ritmo lo impulsaban a desistir y
abandonarse. El delgado hilo que separaba la vida de la muerte tenía la
consistencia de un suspiro. Arremetió con la decisión de los desesperados.
Varios brazos se extendían hacia él desde el bote mientras expulsaba un chorro
de agua por la nariz. Tuvo la sensación que el buque y el mar caían con todo su
peso sobre él. Los vio más cerca y volvió a bracear con las últimas fuerzas que
le quedaban. En el bote dos hombres remaban intentando socorrerlo. Estaba a dos
metros de las manos que querían sujetarlo. El viento tendió la cuerda que
faltaba pero no pudo alcanzar la mano salvadora en el primer intento. Con la
cabeza bajo el agua sintió que su mano derecha se estrechaba con otra que lo
conducía a la superficie, y que lo sujetaban de la ropa para subirlo a la
embarcación. Cayó contra el piso del bote exhausto y rendido. Tosió. Cerró los
ojos.
Despertó en una sala de hospital
rodeado de aparatos alrededor de su cama. Lo habían encontrado tirado en la
cocina de su casa. Había vuelto a despertar después de horas de inconsciencia.
A su lado su hijo tomaba su mano con fuerza. La fuerza de aquella mano que lo
rescató en el naufragio.