Me besó en
dos ocasiones y se fue.
No era la
hora.
La vi
bailar, seducir, conversar
y dejar de
a pie a los incautos.
La leí en
los libros sagrados,
le tuve
miedo.
Fingí estar
distraído,
en otra
cosa
y llegó
como un souvenir,
maquillada
en una llamada nocturna,
de las que
no esperamos.
La vi hacer
oídos sordos a las súplicas,
a la
desesperación y al llanto,
hacerse
desear, esconderse,
andar de
ronda por pasillos y esquinas,
a veces
redentora como una meretriz,
otras
filosa y cruel como una daga.
Una noche
no distinguí si sonreía por bondad
o como
señal de victoria.
Llega como
siempre puntual,
apaga las
luces y se tiende en la cama,
te escucha
repasar con melancolía
y siempre tiene la última palabra.