Me había quedado sin material de lectura y le di un vistazo a la
biblioteca para ver si algún título me invitaba a una segunda lectura. Lo
encontré ordenado al estilo que paciente y razonablemente establecieron Aye y
Santi cuando me ayudaron con la mudanza, por autor. Ahí estaba José, ese
admirable portugués rebelde.
Y arranca: Y al día siguiente no murió nadie. Y durante meses nadie
murió. Y esa alegría infinita que se despertó en una sociedad que dejaba de
temerle a la más implacable, impredecible y puntal de todas, se transformó en
horror cuando los accidentes, las mutilaciones naturales y todos los desastres
de siempre seguían sucediendo pero nadie moría. El caos que provocaban todos
aquellos suspendidos en estado de coma sin que recibieran la visita de la parca
y su eficaz guadaña, incluida en la lista la reina madre en su lecho. El
desconcierto de la iglesia, las autoridades, las preguntas existenciales.
La muerte hizo brillar su valor mediante su premeditada ausencia.
Pero volvió un día de una forma más humanitaria: enviando al elegido para su descortés visita una
carta anticipándole su llegada ocho días antes para que fuera tomando todos los
recaudos pertinentes a su próxima finitud.
Pero una carta regresa a la remitente.
Entonces el querido José te lleva de la mano por sus calles y te vuelve
a sorprender como siempre con un final digno de su calibre de escritor.
Gracias José por tanto.