Solo recuerda que
una noche cualquiera y única, y por esa distinción el detalle de la fecha no
reviste importancia alguna, le pidió a su hermano mayor, Héctor, a quien
admiraba profundamente por su natural y exquisito talento para dibujar, que le
enseñara su técnica. Disfrutaba tanto de su arte como del infinito placer que
irradiaba su rostro al consumar con éxito el trazo que buscaba plasmar sobre el
papel. Su hermano, sin saberlo, le dio una clase magistral que cambiaría su
vida para siempre. Tomó una revista de la época y lo invitó a que copiase lo
más fielmente posible la imagen impresa. Esa primera noche se pasó horas
dibujando y borroneando el boceto. En los días siguientes alcanzó el nivel de
fidelidad que había buscado y colgó con orgullo el dibujo en la pared.
Pasaron muchos
años y cientos de lápices, blocks de notas, plumines, pinceles y gomas de
borrar. Se ganó la vida dibujando y creando chistes y así como aquella noche
descubrió secretos del dibujo imposibles de transmitir, fue reconociendo más
tarde como piezas de relojería los mecanismos invisibles que hacen funcionar un
chiste y provocar en el lector una sonrisa.
No hay registro
de aquella noche. De ella sigue viva la misma pasión, disciplina y contracción
que le dedica a cada trabajo.