Cuando vas solo a la playa

 


El tema de ir solo a la playa requiere de una organización mínima para preservar elementos indispensables como la llave del departamento que te prestaron para vacacionar.

Era mi último día y yo no había entrado al agua, así que pensé en posibles soluciones al problema de la custodia de tres elementos: dejar la llave en un negocio cercano o elegir en la playa a las personas que me parecieran dignas de tal confianza y responsabilidad. Elegí a un matrimonio mayor y su perro que tuvo el reparo de ladrarle a todo aquel que se acercara a sus dueños menos a mí. Sospechosa la actitud de ese can. Los dueños del perro me invitaron a colocar mi mochila junto a las cosas que ellos trajeron y yo hice un chiste sobre la guardia canina que los hizo reír, incluso al perro. Encaré para el río tranquilo sin perder de vista el punto verde fosforescente de la remera mangas largas del señor. Nadé un rato sin abusar con el tiempo. Primero porque no medí el tiempo dedicado a la vigilancia que tenía el perro y segundo por mi falta de recursos estilísticos en natación para aguas abiertas donde no hay borde donde agarrarse, escaleras por donde emerger, salvavidas ni guardavidas. Cuando regresaba del río y mis zambullidas como si hubiese cruzado a nado el Estrecho de Bering, observé que me había alejado lo suficiente como para que perro y potenciales cuidadores continuaran tomando mate en sus casas mientras yo llegaba a la orilla.

En el trayecto a tierra firme pensé en que sucedía si el perro no andaba muy bien de la memoria y ya se había olvidado de que me vio y olfateó hacía unos minutos y confundido por mi actitud de cargar elementos cercanos a los que tenían allí sus dueños me atacase, intentando demostrarles que hicieron muy bien en alimentarlo y darle cobijo para cuando surgieran situaciones de peligro como ésta. ¿Qué tal si ambos ancianos, ante sus magras jubilaciones adoptaron este modus vivendi entrenando al perro que es su socio en estos actos de pillaje? ¿Quién o quiénes en toda la playa vieron que yo dejé mis cosas a cuidado de estos tres malhechores en caso de pedir auxilio policial ante su negativa de devolvérmelas? ¿Estaban mis documentos en la mochila? No. Solo las ojotas podían considerarse una prueba de mi pertenencia calzándola en mi pie como Cenicienta tres días después del baile con el Príncipe.

Salí del agua, saludé, agradecí, tomé mis cosas ante la mirada bucólica del perro que me hizo entender que había un conflicto entre ellos o que no estaba muy conforme con la parte del botín que le tocaba.