La muerte y su caballo negro

 


Imagen de ilustración aportada por Julio Parissi

A medianoche la muerte anduvo por el pueblo. Se llevó al viejo Pablo y al menor de los Menéndez. Algunos dicen que la vieron pasar en su caballo negro con el viejo en la grupa y el niño en un brazo. Yo no creo en esas cosas ni tampoco en lo que dice el cura en misa. Lamento lo del niño. Había nacido hacía unos días y no vio mucho de este mundo antes de cerrar los ojos para siempre.

Aprendí con los indios que la muerte es tan sagrada como la tierra que pisamos y no hay que temerle porque es justa y puntual como la lluvia y el sol.

Creo que la leyenda sobre la aparición de la muerte y su caballo negro nació en tiempos de lo que llamaron la conquista del desierto, días en que los pobladores encontraban en las afueras del pueblo a los indios muertos. Fue una manera de confundir la crueldad humana con la compasión religiosa, ponerse a distancia del asunto y cargar la culpa en el misterio. Y así siguieron luego con las pestes y con los campesinos que hacían huelga. La muerte en su caballo negro era la responsable.

No había órdenes ni decisiones de nadie, la muerte actuaba por cuenta propia. Ella elegía a quien se llevaría como si contara con una lista. Una vez le pregunté al cura qué pensaba. Me dijo que era parte de los misterios de Dios, pero dejó de hablarme y me retiró el saludo cuando le dije que resultaba más misterioso que la muerte visitara durante la noche solo a los pobres campesinos y no a sus patrones.

Algunos creen que lejos del pueblo, solo y aislado, estoy jodido. Yo creo que es una bendición. No me entero ni me enredo con chismes y supersticiones. No tengo que saludar a nadie por obligación ni mendigar trabajo para hacerme de unos pesos, como la mayoría de los peones. Además, en el pueblo no soy bien visto y las pocas veces que voy me siento un extranjero. Noto que a mis espaldas me señalan y si me cruzo a una mujer con un niño de la mano, al verme lo alza como si intentase ponerlo a salvo del demonio. Una vez, hace tiempo, Jonás, el del almacén, me dio a entender que murmuraban espantados porque me escucharon hablar de cosas indebidas y que en mi rancho escondía libros prohibidos.

En las noches escucho el susurro del viento, miro las estrellas y a la luna que siempre anuncia cómo será el día siguiente. Cuatro perros fieles y bravos custodian mi rancho y, si el cuento de la muerte a caballo es cierto, ellos me avisarán antes que nadie que viene a buscarme.