En la villa del lago Marimenuco unos amigos construyen su casa. En su jardín, sobre el pasto, habìa una hoja de un árbol reconocida para mì entre mil: un níspero.
El dueño de casa se asombrò de mis conocimientos de botánica y hasta me señalò la procedencia de esa hoja impulsada por el viento. A unos treinta o cuarenta metros, uno de sus vecinos tenìa un árbol en su jardín.
Me criè en una casa levantada en 1919, al estilo italiano, con una larga galerìa en la que convergían los dormitorios, un parral que cubrìa toda la longitud de la construcción y hasta el 75 un terreno lindero donde mi abuelo cosechò tomates, radicheta, albahaca, ciruelas.
En el medio del terreno habìa un níspero enorme y frondoso, cargado de frutas en primavera, ideal para trepar y hacerse una panzada de jugosos y dulces frutos.
Descubrì que al abrirlos con un mordisco hasta la mitad, aparecían unas semillas de color marrón brillante del tamaño de un tercio de la fruta. Se podìan encontrar al morderlos dos o tres dispuestas en forma de racimo o separadas a una y otra mitad como las nueces.
A los once, con una de esas semillas, plantè el primero de mis árboles en el mismo terreno, cerca de la medinera que daba al vecino, con el cual compartìamos en el cerco divisorio un laurel.
Lo vi crecer y dar frutos a los pocos años y repetí el proceso de mi incipiente empresa forestadora en el fondo de aquella casa, donde durante décadas existiò un gallinero, tres higueras, un manzano, un mandarino, una mata de cañas tacuara que mi abuelo cortaba y dejaba secar para construir las guìas en las que, colocadas en forma de v invertida, crecían sus plantas de tomate.
El terreno se vendiò un año después de la muerte de mi abuelo y el cambio de dueño produjo dos cicatrices que jamás cerraron, una disputa y fractura familiar, por algo que se vendiò a un precio y que el Rodrigazo del 75 transformò en una pequeña fortuna en pocos meses y el triste espectáculo de las cuadrillas de obreros tirando abajo todos los árboles.
El níspero del fondo, hijo del que plantè en la quinta de mi abuelo, mantuvo la provisión de frutos riquísimos para nosotros, para los pàjaros que saboreaban los maduros y ya partidos por el sol en la parte superior de la copa y para las abejas, además de una sombra invalorable en un terreno que ya no tenìa a ninguno de los otros árboles, posiblemente muertos por orfandad, luego que mi abuelo abandonara este mundo.
Una centella intentò derribarlo pero solo mutilò un costado de su copa. Màs eficaces fueron las semanales fogatas de mi padre con todo lo que desmalezaba del jardín, con las cosas que carecìan de utilidad alguna cada vez que ordenaba el galpón. Avivaba el fuego a puro chorro de kerosene, logrando en pocos minutos que puertas y ventanas de las casas vecinas se cerraran sonoramente entre gritos de espanto, tan audibles a veces, como los insultos y maldiciones dirigidos a quien transformaba el barrio con su neblina en la bruma londinense.
Tuvimos que quitarlo una tarde a golpe de hacha, cuando vencido hacia un costado habìa comenzado a transformarse en peligroso para nosotros y para los vecinos.
La hoja de níspero hallada en el jardín de una casa cercana a un lago de Neuquen, me hizo viajar mil doscientos kilómetros en pocos segundos en una dimensión y en el mismo lapso treinta y cuatro años atràs, cuando manos bastante màs chicas e inexpertas de las que ahora garabatean estas letras, hicieron un pequeño hoyo en la tierra para plantar una semilla.
El dueño de casa se asombrò de mis conocimientos de botánica y hasta me señalò la procedencia de esa hoja impulsada por el viento. A unos treinta o cuarenta metros, uno de sus vecinos tenìa un árbol en su jardín.
Me criè en una casa levantada en 1919, al estilo italiano, con una larga galerìa en la que convergían los dormitorios, un parral que cubrìa toda la longitud de la construcción y hasta el 75 un terreno lindero donde mi abuelo cosechò tomates, radicheta, albahaca, ciruelas.
En el medio del terreno habìa un níspero enorme y frondoso, cargado de frutas en primavera, ideal para trepar y hacerse una panzada de jugosos y dulces frutos.
Descubrì que al abrirlos con un mordisco hasta la mitad, aparecían unas semillas de color marrón brillante del tamaño de un tercio de la fruta. Se podìan encontrar al morderlos dos o tres dispuestas en forma de racimo o separadas a una y otra mitad como las nueces.
A los once, con una de esas semillas, plantè el primero de mis árboles en el mismo terreno, cerca de la medinera que daba al vecino, con el cual compartìamos en el cerco divisorio un laurel.
Lo vi crecer y dar frutos a los pocos años y repetí el proceso de mi incipiente empresa forestadora en el fondo de aquella casa, donde durante décadas existiò un gallinero, tres higueras, un manzano, un mandarino, una mata de cañas tacuara que mi abuelo cortaba y dejaba secar para construir las guìas en las que, colocadas en forma de v invertida, crecían sus plantas de tomate.
El terreno se vendiò un año después de la muerte de mi abuelo y el cambio de dueño produjo dos cicatrices que jamás cerraron, una disputa y fractura familiar, por algo que se vendiò a un precio y que el Rodrigazo del 75 transformò en una pequeña fortuna en pocos meses y el triste espectáculo de las cuadrillas de obreros tirando abajo todos los árboles.
El níspero del fondo, hijo del que plantè en la quinta de mi abuelo, mantuvo la provisión de frutos riquísimos para nosotros, para los pàjaros que saboreaban los maduros y ya partidos por el sol en la parte superior de la copa y para las abejas, además de una sombra invalorable en un terreno que ya no tenìa a ninguno de los otros árboles, posiblemente muertos por orfandad, luego que mi abuelo abandonara este mundo.
Una centella intentò derribarlo pero solo mutilò un costado de su copa. Màs eficaces fueron las semanales fogatas de mi padre con todo lo que desmalezaba del jardín, con las cosas que carecìan de utilidad alguna cada vez que ordenaba el galpón. Avivaba el fuego a puro chorro de kerosene, logrando en pocos minutos que puertas y ventanas de las casas vecinas se cerraran sonoramente entre gritos de espanto, tan audibles a veces, como los insultos y maldiciones dirigidos a quien transformaba el barrio con su neblina en la bruma londinense.
Tuvimos que quitarlo una tarde a golpe de hacha, cuando vencido hacia un costado habìa comenzado a transformarse en peligroso para nosotros y para los vecinos.
La hoja de níspero hallada en el jardín de una casa cercana a un lago de Neuquen, me hizo viajar mil doscientos kilómetros en pocos segundos en una dimensión y en el mismo lapso treinta y cuatro años atràs, cuando manos bastante màs chicas e inexpertas de las que ahora garabatean estas letras, hicieron un pequeño hoyo en la tierra para plantar una semilla.