Amigos como Fabián intentan engañarme. Y yo, que intuyo su estratagema, me hago el distraído. Martín hace algo parecido con idénticos resultados.
Ambos dicen que sus hijos me quieren y me ofrendan títulos nobiliarios, que afirman mi condición de amigo y me bendicen. Porque si hay un buen antioxidante, un antídoto contra la vejez, ése es jugar con un niño como si uno fuera un par.
Y aunque ellos al condecorarme digan y juren que me lo gané en buena ley, yo sé que no es cierto, que esos niños reciben información tendenciosa, se aprovechan de ellos y de su inocencia.
Cuando yo me encuentro con esos niños soy bienvenido con la sonrisa que solo un niño puede brindar y con un abrazo que me transfiere las mismas propiedades químicas del cuerpo indestructible de Highlander.
Cuando les cuento un chiste y lo festejan, cuando les enseño a no temerle a la oscuridad ni a las tormentas, cuando me invitan a participar de una invasión a otra galaxia o a compartir un secreto guardado con siete llaves bajo el mágico influjo de una toalla de nuestro exclusivo uso, que tiene la propiedad de aislar la charla y su sonido del mundo circundante, lo hacen bajo inducción.
Cuando alguno de ellos se lastima o está triste o se rebela ante esos monstruos con forma de libro yo los llamo.
Para esos niños soy un héroe. Porque sus padres hablan de mí en las charlas familiares, y cuentan historias como quien narra una hazaña, hablan de mí y no del amor que les profeso, porque ellos ignoran lo imprescindible que me resulta escuchar sus voces cercanas.
Esos niños me colman de gustos y regalos, posan conmigo en fotos, me invitan a cumpleaños.
Son hijos de mis amigos. Son sobrinos.
Ambos dicen que sus hijos me quieren y me ofrendan títulos nobiliarios, que afirman mi condición de amigo y me bendicen. Porque si hay un buen antioxidante, un antídoto contra la vejez, ése es jugar con un niño como si uno fuera un par.
Y aunque ellos al condecorarme digan y juren que me lo gané en buena ley, yo sé que no es cierto, que esos niños reciben información tendenciosa, se aprovechan de ellos y de su inocencia.
Cuando yo me encuentro con esos niños soy bienvenido con la sonrisa que solo un niño puede brindar y con un abrazo que me transfiere las mismas propiedades químicas del cuerpo indestructible de Highlander.
Cuando les cuento un chiste y lo festejan, cuando les enseño a no temerle a la oscuridad ni a las tormentas, cuando me invitan a participar de una invasión a otra galaxia o a compartir un secreto guardado con siete llaves bajo el mágico influjo de una toalla de nuestro exclusivo uso, que tiene la propiedad de aislar la charla y su sonido del mundo circundante, lo hacen bajo inducción.
Cuando alguno de ellos se lastima o está triste o se rebela ante esos monstruos con forma de libro yo los llamo.
Para esos niños soy un héroe. Porque sus padres hablan de mí en las charlas familiares, y cuentan historias como quien narra una hazaña, hablan de mí y no del amor que les profeso, porque ellos ignoran lo imprescindible que me resulta escuchar sus voces cercanas.
Esos niños me colman de gustos y regalos, posan conmigo en fotos, me invitan a cumpleaños.
Son hijos de mis amigos. Son sobrinos.