Mirada clara


Cuando el sargento Mario Terán atravesó la puerta del aula de la escuelita de La Higuera donde permanecía herido el guerrillero argentino Ernesto Guevara, no sabía que luego de enfrentar la mirada clara y sostenida del comandante enemigo, hacía unas pocas horas capturado en acción, le temblaría el pulso al sostener el arma de fuego, y que con las indicaciones del prisionero sobre cómo disparar o rematar a un hombre, cumpliría con la orden telegráfica de la embajada estadounidense, un escueto mensaje en clave de una sola frase: "Di buen día a papá", con el que se sellaría definitivamente el destino del revolucionario, su peregrinaje y su sueño de traer a Sudamérica el socialismo germinado en Cuba.

Tampoco supo que su nombre y apellido atravesarían los límites de los partes de guerra del ejército boliviano, el de los informes militares, memorandums, listas de aprovisionamiento, para pasar a ocupar un lugar en las crónicas de los diarios de esos días inicialmente y luego en los miles de renglones que se escribirían sobre vida, obra y muerte de quien hacía pocas horas lo había enfrentado en combate.

Terán había entrado al aula en otras dos ocasiones y soportó en silencio las bromas de sus camaradas de armas por no poder rematar a ese hombre herido e indefenso, que lo miraba fijo, que le aconsejaba con magnífico valor cómo disparar, manteniendo el pulso firme y halando lentamente del gatillo, mientras ellos, envalentonados y eufóricos por el alcohol, habían ultimado a culatazos hacía unas pocas horas al Chino Navarro, otro de los prisioneros capturados en la Quebrada del Churo.

El sargento no compartía el alcohol ni la desbordada excitación de sus compañeros, como tampoco eran de su interés los objetos personales de los prisioneros disputados por la tropa. Algo en su interior le decía que los diálogos que mantuvieron sus superiores con el comandante enemigo podían estar contemplados en el código militar pero adolecían de respeto a la figura y rango de un hombre que en las condiciones en que se encontraba, demostraba valor, hidalguía y una indeclinable dignidad.

El cuerpo de Guevara fue trasladado atado a los patines de un helicóptero a Vallegrande y luego que se comprobase que era realmente él tras el exámen de los especialistas de la Central de Inteligencia Americana, fue enterrado en una fosa sin identificación, que sería descubierta treinta años más tarde por una comisión compuesta por médicos cubanos y forenses argentinos.

El sargento Mario Terán, fue el único que sobrevivió a lo que la gente llamaría "la maldición del Che", que iría acabando con la vida en distintos accidentes y atentados de todos aquellos que, directa o indirectamente tuvieron que ver con su muerte.

En marzo de 1968, el sargento Terán se presentó en la oficina del entonces ministro del Interior boliviano, Antonio Arguedas para reclamar la recompensa prometida, ya que solo le habían entregado un reloj ordinario, y en cambio otro suboficial de su mismo apellido había sido enviado por error a la sede de los "boinas verdes" estadounidenses en Panamá a disfrutar de la beca que a él le correspondía.

La burocracia para la solicitud de entrevista con tanta antelación y la espera en la antesala del despacho del ministro Arguedas le dio una cabal dimensión de la vertiginosa devaluación de su rol en el operativo. Su foja militar no se enriquecería para un posible ascenso. Tuvo, hasta aquella mañana en La Higuera, una especial percepión sobre las consecuencias de cada uno de sus actos. Recordaba que entendió la real gravedad e importancia de las maniobras en la selva boliviana, cuando advirtió la presencia de tropas gringas, a las que sus oficiales denominaban Rangers.

Fue la última vez que habló de manera oficial ante un superior de esa muerte, permaneciendo en el más cerrado anonimato por seguridad, evitando todo contacto con la prensa durante años, rechazando ofertas por las entrevistas que nunca se concretaron, manteniendo un riguroso silencio, cerrando todos los caminos que hicieran trascender su imagen, quedando en la memoria colectiva como uno más de los tantos nombres que tuvieron que ver con ese personaje tantas veces fotografiado, tan carismático, incluso hasta después de muerto.

Terán supo acostumbrarse a una escena que se repetía en las distintas unidades militares a las que fue trasladado, en los momentos de reunión y distención de la jornada en el casino de suboficiales, cuando quedaba a solas con sus camaradas de armas, se producía el temido y profundo silencio que predecía a las palabras ¿es cierto que...?. Y Terán no modificaba las imágenes, no dilataba los momentos ni intentaba seducir a la audiencia expectante con tonos de dramatismo.

Recordó muchas veces las explicaciones de sus superiores sobre los objetivos políticos y militares de quienes debían aniquilar, en qué se convertiría su Patria si estos guerrilleros triunfaban, porqué las revueltas de los mineros, tantas veces reprimidas por ellos a sangre y fuego, como la de estudiantes, como la de maestros, estaban emparentados con esta rebeldía con la que simpatizaban, seguramente contaminados por la lectura de esos libros que jamás pasarían por sus manos porque no los comprendería, esos absurdos sueños de igualdad, cuando todo, como la vida militar, tiene un orden, una jerarquía y una ley que debe cumplirse para que todo siga como corresponde.

Algunos soldados de extracción humilde como él, ingresaban a la carrera militar soñando registrar sus nombres en las placas de bronce del murallón de entrada de la escuela de guerra, sitio donde se pretende perpetuar momentos fugaces de gloria para las generaciones que con paso marcial desfilan año tras año.

Así como se desvanecieron su fama y su gloria, con su pase a retiro de las fuerzas armadas bolivianas, concluyó su ciclo como soldado, lejos de aquellos sueños que lo impulsaron alguna vez a enrolarse, ignorante de su lugar, de su función de eslabón en el engranaje de un sistema enorme y complejo, dinámico y perfecto, según lo definían los analistas políticos de la época, tan perfecto que con una simple orden telegráfica, emitida a miles de kilómetros, podía contar con un brazo ejecutor del que desconocía origen ni señas particulares.

Su mundo se redujo al ámbito familiar, a unos pocos amigos, conservando algunas rutinas de la vida del cuartel, levantarse al alba, ordenar su ropa, doblarla y acomodarla como en los momentos del orden cerrado, la misma serie de movimientos prácticos previos a una revista en la escuela de suboficiales, donde aprendió también a cumplir órdenes sin preguntar, donde comenzó un camino que culminaría en un acto que no fue considerado heroico ni le ayudó a ganar un lugar de respeto entre sus pares.

Mario Terán, ciudadano común, viajaba en autobús y formaba la cola en el banco para cobrar su pensión militar, no le interesaban los análisis políticos ni donde lo habían encolumnado los ideólogos dentro de la batalla mundial de los sistemas, qué se detuvo y qué comenzó luego de aquella tarde en que apretó el gatillo de su Garand en la escuelita de La Higuera, qué se proponían hacer en su país ese grupo de locos desarrapados que había enfrentado en combate.

En el dormitorio de su humilde casa, sobre una vieja cómoda, algunas fotos familiares y otras de su vida militar, se fueron borroneando en los últimos años, haciéndose confusas igual que la memoria, por una nube gris y espesa que cubría sus ojos, cada año que pasaba más persistente y opaca, a la que los médicos diagnosticaron como cataratas.

Había viajado varias veces a la capital para oscultarse con oftalmólogos del ejército, pero su condición de militar retirado le impedía acceder a las intervenciones quirúrgicas de ese tipo, y hacerlo en un lugar privado, era imposible para su condición de retirado.

En cada uno de sus viajes se confundía con los escenarios y los repentinos cambios, dudaba en atribuirle este desconcierto a los defectos de su visión o a una nueva, desconocida y perturbadora anomalía que estaba dañando la salud de su mente, los pasos más lentos al caminar y los olvidos que en los últimos meses se fueron haciendo cada vez más frecuentes.

Solo en algunos momentos, con mayor exactitud en los ocasos, recordaba lo que en su juventud había imaginado para sí, una vejez apacible, sosegada, al lado de hijos y nietos, que no serían militares como él, pero mirarían con respeto y orgullo al abuelo que perteneció a las fuerzas armadas de su país, soñando un futuro cuando se enroló, que defendió a la Patria sin pretensiones de prócer, al que se le hubiesen cumplido los íntimos deseos, si el destino no lo hubiese enfrentado a encontrarse en una hora precisa en un pueblo llamado La Higuera, convertido hoy en santuario y punto de referencia ineludible de todo turista peregrino gracias a la acción involuntaria de su mano.

Jamás hubiese imaginado que algunos años después un indígena sería presidente de Bolivia, un hombre de extracción parecida a la que en otros años había reprimido en cumplimiento de órdenes precisas en las huelgas de mineros, y mucho menos que sus ojos fatigados observarían que a vertiginoso ritmo se producirían cambios que podían confundirlo tanto como su deficiencia en la visión, sorprenderlo, que luego de acordar un operativo para encontrar el cuerpo del Comandante Guevara en aquella fosa común de la que nunca pudo olvidarse, su país, por el que había luchado, estrecharía vínculos con el gobierno cubano, y éste en señal de solidaridad, enviaría médicos de la isla y pocos meses después desembarcaran en su país para llevar a cabo un plan sanitario donde se recuperase la visión de aquellos ciudadanos que no tuvieron acceso a la salud, marginados del sistema, y que su nombre y apellido, Mario Terán, volviese a aparecer en una lista oficial después de tantos años de voluntario anonimato, entre los miles que fueron operados de cataratas por médicos cubanos, mueca hirónica del destino, médicos, como aquel combatiente que una tarde de octubre ejecutó en un pueblo llamado La Higuera.