Una lluvia de claveles recibió la
entrada triunfal de Manolo Romero al ruedo. El matador saludó a la multitud con
su montera y dedicó una especial reverencia con el capote a un sector de las
gradas que acompañaba el júbilo reinante de vítores y aplausos con suspiros. El
traje de luces y el gallardo porte le conferían al torero un halo de seducción
irresistible.
Era un domingo de gloria en la plaza
y el público acompañaba con aplausos y ovaciones las media verónicas y las
fintas del matador. Los claveles rojos en la arena se confundían con los
rastros de sangre del toro herido en el lomo por las banderillas. Un silencio
tenso bajó de las gradas cuando el torero tomó su espada para esperar la
embestida.
Al día siguiente una lluvia de
claveles recibió a su paso el cortejo fúnebre del bravo torero.