Recuerdo a mi abuelo con ternura y
admiración. Solíamos quedar a su cuidado mi hermano y yo en los primeros
tiempos de la separación de mis padres. Compartíamos con él algunas horas en la
semana a la tarde y cuando mi madre tenía algún compromiso nos gustaba
quedarnos a dormir en su casa.
Mi abuelo disfrutaba leyéndonos
cuentos antes de dormir. Solía sostener el libro con una mano y apoyaba la otra
sobre la mía hasta que el sueño me vencía. A mi me gustaba creer que era su
nieta preferida.
Sus manos rugosas, llenas de
cicatrices tenían un porqué y a él le gustaba contarnos sobre cada una de ellas
de la manera más poética que hasta hoy conocí.
Cada huella tenía una relación con su
pasado, un signo donde se reflejaban sus tiempos de trabajo de la tierra, de criar
animales, de hacer leña en los crudos inviernos de la lejana Europa.
Recién en mi adolescencia me habló de
esos números que tenía en su brazo derecho.