Cuando me iba, a unos diez metros de la puerta de calle, escuché que
ella, que todavía no había entrado a su casa, me hacía una pregunta. Quería
saber si había dicho algo. Yo me había marchado en silencio pero dudé si contra
mi voluntad, algún pensamiento tomó una forma audible. Le respondí que no, me
despedí y continué caminando.
Al llegar a la parada de colectivos repasé la conversación que tuvimos
en busca del secreto revelado. Tuve la sensación que el nudo de nuestra charla
era la punta de un iceberg que comenzaba a derretirse.
Habíamos transitado juntos, en ese viaje al pasado, un pasillo oscuro.
Las puertas laterales de un corredor estrecho vedaban el acceso a escenas de
otros tiempos. Ella por un lado abría las suyas y yo por el mío las que estaban
de mi lado. Ninguno de los dos alcanzó a contar todo lo que vió. Faltaban
palabras y las pocas que alcanzábamos a decir se tropezaban con las emociones.
Cada retazo de la historia en común tuvo su lugar en distintas casas y
las mudanzas que hicimos en aquellos años no trasladaron en sus cajas las
memorias y las fechas. Borré de mis recuerdos un año completo, quizás el más
triste, y mucho de lo que me contó sobre mí, mis acciones y mis palabras
parecían el retrato de otra persona que, si la tuviese enfrente mío la
aborrecería.
Entendí que aquella pregunta que ella me hizo al despedirnos era el
eco de un llamado que yo no escuché en el tiempo en que se emitió y volvía como
un eco triste y apagado desde algún lugar que ya no transitàbamos.