Algo venías tramando.
Estuviste llamando a amigos con los que no hablabas
desde hace años, como el negro Ariel, como a japo que vive en Bariloche. Eso me
dijo hoy llorando tu mujer.
Me contó que fue el corazón, justo el órgano que más
usaste, porque tenías un corazón enorme, Chelo.
Ahora se me dio por llorar. Qué le vamos a hacer.
Espero que no se me nuble tanto la vista como para poder escribirte.
Sos mi hermano, boludo, me decías. Y yo tan lerdo
para entender.
Nos conocimos a los tres o cuatro años. Vivimos en
la misma cuadra, compartimos la misma cancha de fútbol, la misma escuela, el
mismo colegio y durante el primer año fuiste mi compañero de banco. Vos
llevaste a la secundaria mi sobrenombre, Molo, que nadie conocía y del que
pensé que iba a liberarme.
Tiraste la toalla con los libros y te pusiste a
laburar. Ahí descubrimos los burros que fueron tus maestros y profesores cuando
te hicieron creer que el burro eras vos, tan duro de entendederas. Entonces la
hicimos simple, como lo hacen los hermanos. Todas las noches venías con tu
cuaderno a practicar cuentas a mi casa. Y empezamos a leer juntos porque vos
leías de corrido sin entender. Empezamos con Bradbury, Crónicas marcianas,
cuentos cortos y vos te los llevabas a tu casa y me lo contabas al día
siguiente. Después de ahí no paraste más. Leías siempre y siempre me
sorprendías con tus lecturas y lo que habías aprendido. Si tengo que poner un
ejemplo de superación personal, en primer lugar estás vos, Chelo. Qué lo parió.
Años después me llamaste para recordarme esos días y
todo lo que habían representado. Y me hiciste llorar como ahora.
Una vez jugué el papel de Judas y te traicioné. Vos
no te vengaste. Yo lo hubiera hecho, pero vos no te vengaste porque eras mucho
mejor que yo.
Estabas feliz y orgulloso de la familia que formaste.
Estabas orgulloso de Blanca, tu mujer, de Antonella, tu hija. Me acuerdo de la
fiesta de 15 que le preparaste. Me acuerdo de la casa que levantaron con
esfuerzo, de tu huerta, de tu jardín.
Siempre le tuviste miedo a los perros. En el último
tiempo trajiste a tu casa uno y me contabas que viendo al perro vos aprendías
más que él de vos. Qué síntesis perfecta para demostrar qué calidad de tipo
eras.
Volví a llorar. Disculpame.
En la adolescencia estabas tanto tiempo en mi casa
que mi viejo te dijo que iba a hablar con el tuyo para adoptarte. Te queríamos
todos en casa como a un hermano más.
Tengo tantas anécdotas con las cuales reírme a
carcajadas y ahora, carajo, no me acuerdo de ninguna.
Hoy a la madrugada te mandé la foto. No tuvimos
tiempo de comentarla. Tengo otras donde estamos en porte marcial en el comedor
de la casa de mis viejos, es de mi primer franco del servicio militar. En las del asado de tu casa yo las tomé todas y no tenemos una juntos.
Hay un borrador de una idea que se llama Me jacto de
mis amistades. Es así. Yo aprendí tanto de los amigos como vos.
No te puedo prometer que no vaya a seguir llorando.
Somos de la generación que decía que no era de hombres. Una de esas mierdas que
nos inyectaron, como decías vos.
Llamé a varios. Mario no me pudo atender en su
momento y me devolvió la llamada llorando. Hablaste con él ayer. Gustavo recordó la claridad de conceptos políticos, tan cercanos y auténticos como vos.
La cuarentena no nos deja
despedirnos pero yo no me despido un carajo porque tengo presente las tardes en
el río, los partidos en la canchita, las guerras de agua en carnaval y la
certeza de que fuiste mi amigo-hermano.
Te voy a extrañar, boludo.
Donde estés.