Miraba
correr el paisaje ante sus ojos por la ventanilla del tren aferrando contra su
pecho la mochila donde llevaba el pasaporte. Recordó los medioevales puentes
europeos, la nieve en el desierto de Siberia, la tempestad en el Cabo de Hornos
y las estrellas de Bagdad.
Había
temido a las espadas de los pueblos bárbaros tanto como a los ojos despiadados
de aquel policía en un barrio de Medellín observándolo y escudriñando sus
documentos. Pensó en el temple de los espías cuando pasan por escenas similares
y sus documentos de identificación son falsos.
Su
abuelo materno lo había iniciado como eterno peregrino. Lo último que
compartieron juntos fue un vaso de ginebra. Aquella noche el viejo se echó a
dormir y jamás despertó. Quiso creer que aquel viaje de su abuelo no sería el
último sino el comienzo de otro.
Pensó
en sus pequeñas y grandes fugas: cuando quiso desertar del ejército para evitar
ser enviado a la guerra y cuando pudo huir del pozo de zorro en las noches con
la luz de una linterna hasta que se quedó sin baterías. Aquello era como rezar
pidiendo al misericordioso la salvación, que la bomba caiga lejos, que el alto
el fuego durase más que una Nochebuena.
Sus
ojos irradiaban tristeza y cansancio.
El
tren seguía su marcha y él de vez en cuando palpaba en la mochila que el
pasaporte siguiera allí, su comprobación en ese pequeño gesto lo tranquilizaba.
Alguna
vez, hace muchos años, pensó en cuál sería la diferencia entre un pasaporte y
un salvoconducto. Recordó que había escuchado la palabra en los diálogos de una
película de guerra y que misteriosamente, pocos días después, se topó con ella
en una novela. A partir de allí tuvo otra dimensión para él.
Miró
a su alrededor. La mayoría de la gente dormía. Una adolescente a pocos asientos
de distancia tenía colocados unos auriculares enormes. Sintió el frío del Tibet
en la espalda y se colocó un buzo liviano que había separado por si se
presentaba una situación como ésta.
El
sordo ruido de las ruedas del tren sobre los rieles lo transportó a la escena
del adiós en un puente de Hamburgo y en las primeras lágrimas derramadas por
amor, tan distintas a aquellas otras del hospital cuando las gasas se pegaban
con la sangre seca de las heridas y había que cambiarlas. Ya no llegaban
cartas. Por entonces lo habían dado por muerto.
Antes
de que el sueño lo venciera y como un sereno ritual nocturno volvió a abrir su gastado
pasaporte. Rusia era infinita bajo la nieve. Entonces se internó en los
pasillos que lo conducían a Crimen y castigo.