El cartero enamorado



Cuando ya me había convencido de que mis días serían todos iguales, que hasta mi jubilación repetiría sistemáticamente en mi trabajo cientos de movimientos mecánicos por día, apareció una señal inesperada. Estaba organizando el reparto de correspondencia para el barrio de Bacacherí, cuando en la pila de sobres encontré uno de color rosa que se diferenciaba de todo el resto de color blanco y de idéntico formato. Los sobres que reparto a diario corresponden a resúmenes de tarjetas de crédito, facturas de servicios y suscripciones. Éste era especial y el nombre de la destinataria estaba escrito de puño y letra.

Respeté como siempre el itinerario mientras observaba de la pila de cartas que tenía en el bolso cuánto me faltaba para llegar a la casa que el sobre de color rosa indicaba. Estaba seguro de que mi destino podía cambiar a partir de aquella entrega, que aquel sobre era una señal. Era una casa sencilla de un barrio que se caracteriza por la construcción de viviendas muy parecidas entre sí, como si hubiesen sido construidas con el mismo molde. Podía haberla dejado en el buzón y seguir con la distribución del resto pero toqué el timbre. Salió a mi encuentro una hermosa mujer de pelo negro y preciosa figura. Me saludó amablemente y ni bien leyó su nombre en el sobre sonrió de una forma encantadora. Sabía quién era el remitente y la sorpresa mezclada con alegría atizó su esplendor. Me despidió sonriendo y yo seguí mi trabajo sin poder quitarme la imagen de esa mujer de la cabeza.

Mi corazón dio un vuelco un mes más tarde cuando volví a encontrar en la pila de cartas de mi zona otro sobre que se distinguía del resto por su color violeta. Era para el mismo destino y remitente de Argentina. Llegué a su casa a media mañana y a diferencia de la entrega anterior, en ésta vino sonriendo desde el pasillo a mi encuentro. No pude decir otra cosa que el saludo, estaba bloqueado por un estado parecido al del vértigo. Me fui tan confundido que a dos cuadras de la casa me di cuenta de que caminaba en sentido contrario a donde debía dirigirme.

Durante el día imaginé la historia que encerraba esa correspondencia. Estuve tan distraído en el recorrido como en el regreso a casa cuando me pasé dos paradas de la que tenía que bajarme del autobús. A partir de entonces revisaba cada partida de cartas rápidamente esperando encontrar el sobre distinguido. Y cada día en que el sobre singular, con distintos colores en cada remisión, aparecía en la pila mi jornada era diferente, aunque seguí yendo sin poder decirle nunca que estaba totalmente enamorado de ella. Tuve la vergonzosa idea de cometer un delito y arriesgarme a que me despidieran. Pensé en abrir el próximo sobre que llegase a la sucursal del correo para leer qué palabras eran aquellas que la habían cautivado y que tanto esperaba, que decía aquel hombre, qué pensaba, porqué escribía desde tan lejos y no estaba viviendo con ella. Pasé varias noches acostado boca arriba, con las manos en la nuca, mirando el techo de mi cuarto, imaginando situaciones que no sucederían en el más hermoso de mis sueños. Me levantaba con la esperanza de tener en mis manos la posibilidad de volver a verla.

El día en que me enfermé le pregunté a quien me había relevado en la distribución de cartas si había entregado un sobre de color en aquella casa de Bacacherí. Para su sorpresa le di un abrazo cuando me respondió que no. En ese instante me di cuenta de que mis compañeros notaban algo extraño en mi comportamiento, que me observaban sutilmente, y especialmente, en aquellos días que aparecía el sobre mágico. Estaba siendo evidente a los ojos de todo el mundo que algo me estaba pasando.

En los dos meses siguientes no hubo cartas especiales y cuando tuve que entregar en la casa de aquella hermosa mujer los sobres que contenían facturas de servicios o tarjetas de crédito no encontré a nadie para recibirlas. El césped del jardín estaba muy crecido y los perros no ladraron cuando toqué timbre y batí palmas. A simple vista parecía que ya nadie vivía allí, que la casa había sido abandonada. Mi vida volvió a aquella odiosa rutina de los tiempos anteriores al día que encontré el primer sobre de color. El mundo se volvió gris y una tras otras las mañanas fueron iguales. Pedí el cambio de zona por motivos personales. Inventé que después del ataque de un perro en ese barrio recorrer esas cuadras me provocaban un temor tan fuerte que no podía cumplir con mi trabajo. No me otorgaron el traslado o no me creyeron. Mantuve el ruteo diario evitando mirar para la casa cuando entregaba cartas en la misma cuadra. La falta de sobres fue la confirmación de que ya no era necesario escribirse, que seguramente estarían viviendo juntos en otro lugar con el remitente.

Finalmente me cambiaron de zona. Deben haber notado el cambio de ánimo, una tristeza profunda que se hacía evidente y terminaron creyendo la historia del perro que me había atacado. Repartía correspondencia en la zona comercial. El cambio me hizo bien, modificó notablemente mi rutina diaria, la vida social de los negocios tenía otro ritmo y terminé haciendo amigos. A las pocas semanas de trabajar allí comencé a olvidar, aunque hubo días en que observaba de reojo la distribución de sobres esperando ver alguno de color. Eso nunca sucedió.

Meses después tuve que cubrir, por un accidente doméstico, a un compañero que entregaba correspondencia en la zona que yo había dejado. Un sobre con membrete bancario tenía como destinataria a la misma mujer por la que casi pierdo la cabeza. La vi desde lejos trabajando en el jardín, arrodillada sobre un cantero de flores color lila. Tenía un sombrero de paja y pantalones cortos. El corazón parecía que me iba a saltar del pecho. Cuando crucé la calle me sonrió y exclamó algo entusiasmada para el interior de la casa. No pude evitar acelerar el paso al ritmo del corazón. Se abrió la puerta y una mujer salió al jardín para abrazarse a ella mientras me miraban acercarme. Se dieron un beso dulce y profundo. Luego la mujer que yo conocía le dijo a su compañera algo así como que aquí llegaba el responsable de traer las buenas noticias.