En los primeros días del año 2017 Mar del Plata amaneció con el termómetro alcanzando la marca de los cuarenta grados. Sandra decidió ir a la playa para combatir el calor sofocante y para que el agua salada devolviese a su cuerpo parte de las lágrimas derramadas en los últimos días. Salió de su casa llevando solo lo indispensable para pasar allí unas horas, sabiendo que el lugar que frecuentaba en cada viaje estaba alejado de las playas principales y que la escasa concurrencia de público le daría el ambiente de tranquilidad que necesitaba. Dejó su auto a cien metros del sendero que desembocaba en la arena y caminó con un bolso colgado del hombro y una lona enrollada debajo del brazo. Miró el mar, la arena y lamentó no haber bajado su cámara de fotos. Las sandalias se hundían en la arena y sintió el rigor del calor en el empeine. Había un poco más de gente que las que había imaginado pero buscó un lugar apartado, se quitó la blusa, apoyó el bolso y se dirigió al agua movilizada por el deseo de zambullirse.
En el mar, luego de nadar unos metros, flotó boca arriba, miró el cielo y se dejó invadir por la sensación de bienestar y paz que había venido a buscar. Sintió sed y regresó por el bolso. Tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar del lugar. Mientras regresaba mirando el sitio donde había dejado sus pertenencias, volvió a sentir el estilete de la angustia que la había sacudido unas semanas atrás en la última competencia hípica que había cubierto como fotógrafa. Treinta años ininterrumpidos de espléndida labor la colocaron en el lugar número uno. Mientras intercambiaba unas palabras con algunos de sus clientes alguien aprovechó su distracción y se alzó con el bolso donde tenía su equipo de cámaras y lentes. Al darse cuenta, el impacto fue tan grande que lloró desconsolada y por la angustia, tardó en explicarle el motivo de su llanto a los que le preguntaban qué le sucedía.
Volvió al mar en dos ocasiones para terminar de expulsar los restos de las malas sensaciones que soportó durante los últimos días posteriores al robo y que le alteraron las horas de sueño. Caminó lentamente hasta el auto y descubrió que habían roto el vidrio de la puerta del acompañante y se llevaron todo lo que encontraron. Además de los documentos personales, un bolso con seiscientas fotos que tomó durante la competencia y que había ensobrado para entregárselas a sus clientes. Volvió a llorar con furia y a angustiarse. Puso el auto en marcha y se disparó la alarma. Esa sorpresa la aturdió y la sacó de un tirón de la inercia que le había provocado el impacto. No pensaba en otra cosa que en regresar a su casa, denunciar el robo, inhabilitar las tarjetas y hacer un inventario para saber cuánto había perdido.
Recorrió la casa con movimientos frenéticos, imprimió carteles de recompensa para quienes encontraran fotos de caballos. Mientras cumplía con los trámites de rigor fue pegando los carteles en distintas esquinas cercanas a la playa. Pensó en sus clientes que esperaban el material, en las horas de trabajo y en el ensobrado de seiscientas fotos que solo tenían valor para quienes estaban retratados en ellas. Era un segundo golpe contundente con unos pocos días de distancia con el primero. Cuando abrió el Facebook leyó el mensaje de su amiga Pato avisándole que un hombre encontró sus documentos y que había dejado un teléfono para que lo llamase.
Era un hombre mayor que había encontrado su billetera y en ella los documentos personales, la cédula verde del auto y un pedazo de diario que tenía escrito a mano y con lápiz el nombre Eli y un teléfono. Esa fue la referencia para tratar de dar con la persona damnificada. Sandra le preguntó si cerca del lugar donde encontró la billetera no había visto fotos de caballos. Del otro lado de la línea escuchó un sobresalto y la respuesta de que había muchas fotos de caballos desparramadas en el suelo. Sandra se subió a su auto cuando la lluvia comenzaba y el agua del cielo se confundía con la de sus ojos.
Cuando llegó al edificio donde vivía su benefactor el
cielo se desplomaba en forma líquida sobre Mar del Plata. Corrió bajo la
cortina de agua y en el cesto de la basura en la entrada del edificio vio una
bolsa verde transparente que permitía ver que en su interior estaban las fotos
que ella había tomado. Sacó la bolsa de la basura y corrió bajo la lluvia hasta
el auto soportando el impacto del agua mezcladas con las palpitaciones del
corazón. Hizo unos segundos de pausa frente al portero eléctrico tratando de
calmarse un poco para poder hablar. El hombre la hizo pasar y le contó que las
billetera que contenía los documentos estaba tirada en la vereda y muy cerca
del lugar donde la encontró había cientos de fotos desparramadas por el viento
de una competencia hípica, que en la billetera encontró el papel con el nombre
Eli y en la llamada gastó todo el crédito de su celular explicándole a Eli su
hallazgo suponiendo de que ella conocía a la dueña de los documentos. No quiso
aceptar ninguna recompensa. Dijo que hizo lo que le correspondía hacer en estos
casos. Sandra le agradeció y regresó a su casa con la mayor parte de las fotos
recuperadas. En los días siguientes irían apareciendo otras de gente que leyó
alguno de sus carteles y una particular de un obrero de la construcción de un
edificio cercano al lugar donde halló las embolsadas que confesó habérsela
quedado porque le encantaba la imagen. El hombre tampoco aceptó que Sandra se
la obsequiara.
Cuando llegó a su casa llamó a su amiga Pato para preguntarle cómo se había enterado del llamado del hombre que encontró sus documentos. Pato le explicó que había estacionado cerca del almacén del barrio y la dueña del negocio salió a la vereda para preguntarle si ella era Sandra porque tenía puestas botas de equitación y cuando la había buscado por Facebook observó que eran muchas con el mismo nombre y apellido pero una tenía muchas fotos de caballos. Pato le contó que conocía a Sandra porque le había tomado muchas fotos y que tenía su contacto para avisarle.
Unos pocos días atrás Sandra había entrado a la despensa de Eli para comprar artículos de limpieza. Mientras recogía productos vio un cartel que anunciaba el servicio de peluquería y manicuría y le preguntó si era ella quien los brindaba. La mujer asintió y le dijo que se llamaba Eli. Sandra le pidió el número de teléfono para acordar un horario y Eli lo anotó en el margen de una hoja de periódico con la que envolvía huevos y lo arrancó para entregárselo. Sandra tomó el papel y lo guardó en la billetera.
Sandra pudo poner en orden la secuencia de episodios e imágenes unos días después cuando recordó el encuentro con Eli y la involuntaria omisión de grabar los datos en el teléfono para ubicarla y arrojar el papel de diario a la basura. Las fotos estaban en una bolsa verde porque así se identifica al material reciclable. El recolector de basura la hubiese recogido el día siguiente al que Sandra fue a visitar al hombre que encontró sus documentos.