El umbral del olvido


 
Cuando el deán Isidro Peñaloza acercó la lupa al papel amarillento de años, polvo y humedad, la mano libre, apretó con fuerza las cuentas nacaradas del rosario, recibido en Santo Oficio de manos de Su Eminencia, el Obispo, y el gesto trémulo como la mortecina luz de la vela, nos da a entender que imploraba protección divina o una señal celestial que lo condujera al milagro de hallar en la lectura de los últimos meses, de todas las noches, cuando el pueblo se llamaba a silencio, las respuestas a un misterio celosamente guardado en las entrañas de una comunidad a la que servía como ministro de Dios desde hacía ya diez años.

Lejos quedaban, espantadas por el fragor de la lectura, urdida con la misma unción que las primeras penitencias en clausura, las muchas noches de laberínticas cavilaciones, las preguntas nacidas de su boca en el desfile incesante de personas que para confesarse se acercaban a la iglesia o a la sacristía, cuando cerró con fuerza los ojos, a punto casi de lastimar con las viejas gafas sus arrugados y cansados párpados, persignándose, santiguándose, estremeciéndose, sintió en su corazón la llegada de un rayo que abría en dos la cerrada noche y murmuró en voz baja, sin dejar de persignarse, lo que consideraba una herejía. En letra gótica, clara y firme, lo conmovió una filosa frase "Y no sirve de nada santiguarse, cuando el amor se mete en el cuerpo. Es como el mismo demonio, y no alcanzan los rosarios y aguas benditas, ni los Sagrados Evangelios, ni las referencias al fuego abrasador del Infierno tan temido".

Invocaba a Jesús una docena de veces al día, al incorporarse luego de la oración que según los preceptos franciscanos debía realizarse de rodillas, al final de la escalinata que conducía a la parroquia y a la que en los últimos dos años llegaba con el corazón latiéndole en la garganta, y cuando un dolor punzante en la espalda marcaba la curva de la ese que había formado con los años su columna vertebral, que el deán Isidro Peñaloza atribuía, sin dar lugar a discusión alguna, a un recordatorio diario del sufrimiento del Salvador al ser crucificado. El dolor tenía para el deán, el filo frío y punzante de un clavo cuando se introduce de un solo golpe en la carne.

Nadie hubiese relacionado su origen castizo, porque los años en el virreinato transcurrieron desde su llegada, recién recibido de cura, hasta pasados los cincuenta años, entre aborígenes, esclavos y criollos, borrándole toda huella en el acento, y la suavidad con que pronunciaba las zetas, un suave silbido,  eran perfectamente atribuibles a una deformación del paladar o a una posible precariedad dentaria.

Hijo de un terrateniente acomodado con el poder, la curia y la más alta estirpe de la sociedad europea, entre dos hermanos hombres y una mujer, tomó los hábitos en la orden de los franciscanos contrariando la voluntad familiar que deseaba para él un título como médico o un alto grado como militar, aunque la diferencia entre ambos uniformes hubiese sido mucho más que un par de charreteras doradas y muchas medallas ganadas en el campo del Honor o en la gratitud de las buenas y bien merecidas relaciones cosechadas.

Decidió embarcarse a América con otros quince voluntarios antes de ser confinado a una diócesis de Murcia, bajo la protección de Su Eminencia, el Obispo, figura prominente, que enaltecía con periódicas visitas el seno inmaculado de la familia Peñaloza.

Isidro llegó a Sacramento a mediados de abril de 1801, y siempre pensó que los nombres de arribo  predestinaban el propio, trazado cuidadosamente por una mano invisible, que posee la divina virtud de sellar en la escritura el camino a seguir por todo mortal, sin la menor posibilidad de apartarse de la senda ni cambiar una coma de lo escrito.

El cura que lo precedió, al que los estragos del asma lo obligaban a marcharse a otra ciudad cuyo clima le aliviase los ahogos cada vez más prolongados, le entregó el misal, las llaves de la sacristía, un breve pero conciso resumen sobre las características de este pueblo y la creciente amenaza hereje que jamás permitiría Santo Tomás, junto a la preocupación que la merma en la concurrencia a misa no obedecía a su impericia para transmitir y grabar a fuego los dogmas de fe, sino a ciertas misteriosas prácticas reñidas con las ideas cristianas y que pese a sus denodados esfuerzos por corregir, parecen ser tensadas por las hábiles y siniestras manos de Luzbel, y aunque el deán, entonces sacerdote, se permitiese escuchar con atención la teoría de quien lo precediera en la función de párroco, ninguna de sus preguntas fue respondida por el cura, limitándose a sentenciar que sus investigaciones lo llevaron a estos libros que a vuestra custodia confío, aunque me reservo el consejo de leerlos, ya que ambos sabemos qué opina nuestra Iglesia de las profanas escrituras de un ministro al que internaron por no estar en sus cabales y a mi modesto entender, no fue la mente enferma quien lo condujo a tales desvaríos sino el aborrecible influjo del Innombrable.

Durante los primeros meses, la tentación por leer los manuscritos no fue lo suficientemente grande como para abrir el arcón en el que celosamente fueron guardados, con una llave previamente bendecida en secreta ceremonia, y en las reuniones de la sociedad donde fue invitado, al menor indicio de abordar el tema, el deán, desviaba la conversación restándole importancia y veracidad a aquellos dichos que aseguraban la existencia de unos oscuros manuscritos que ahora estaban bajo su custodia.

La llama de la vela se repetía y se reflejaba en el cristal de las gafas, se incorporó el deán balbuceando una oración y caminó alrededor de la mesa de lectura sintiendo el dolor punzante en la columna como pocas veces, ¿sería ésta otra señal?. Apretó con fuerza el rosario, la contracción al momento de la oración y la penitencia siempre encendieron en él el candil que en la penumbra de la incertidumbre lo llevó a tomar las decisiones que rigieron sus pasos, la angustia pesaba sobre los hombros, el miedo a retomar el camino que condujo a la locura a uno de los que lo precedieron en esta parroquia y las preguntas que se generaban en su mente sin control alguno, cambiaron el semblante sereno de su rostro. ¿Estoy siendo puesto a prueba? ¿Es débil la fuerza de mi fe? ¿El deseo de hallar respuestas me está apartando de mi camino como cristiano? ¿Cuándo comenzó esta fiebre por abrir el baúl donde se encontraban estos manuscritos? Inconscientemente comenzó a desandar sus pasos y regresó en el tiempo a los primeros hechos que años atrás  lo fueron conduciendo naturalmente a esta noche en la que se siente dolorosamente más viejo y menos sabio.

Las brasas de la chimenea de su cuarto se estaban consumiendo lentamente una medianoche de invierno, mientras el padre Isidro se entregaba al sueño, arropado entre las cobijas que lo cubrían hasta el mentón, cuando seguido de un estrépito de caballos, unos golpes en la puerta de la sacristía lo obligaron a incorporarse. Con un candil en la mano recorrió el pasillo que separaba su recámara de la puerta de entrada y al abrirla alumbró el rostro oscuro de un sirviente de doña Leonor Zorrilla, agitado por la marcha y asustado por la noticia, le decía con palabras entrecortadas que le habían pedido que lo fuese a buscar porque su ama estaba muriéndose y no querían los familiares que se fuese de este mundo sin recibir el sagrado sacramento de la Extremaunción.

La entrada al hall, las galerías, en cuyas paredes se colgaron los retratos familiares, los gestos marciales reflejados en ellos, como quisieran los historiadores transmitir en sus escritos el honor y la valentía puestos en juego en el campo de batalla, mezclados éstos con figuras en piedra que representaban santos y santas cuyos nombres comenzaban a olvidarse, el aire glacial de los ambientes donde se murmura hoy porque alguien se muere pero también mañana cuando alguien nazca, quizás asistido por una comadrona autorizada a levantar la voz en una casa de bien porque las circunstancias así lo exigen, hicieron revivir en el sacerdote sensaciones similares a los años de juventud en la casa paterna.

Uno de los nietos lo guió por los corredores hasta la recámara donde Leonor, entre almohadones y cobijas, repartía sus últimas miradas y órdenes al núcleo familiar, que como siempre, durante sus setenta y cinco años, la escuchó decidir sin opinar ni contradecir, porque hasta quienes gozaron de rango y pleitesía militares, supieron diferenciar el cuartel del hogar, y que en este último, cumplían la misión que en el otro cumple sin objetar el recluta a su mando.

Un gesto de Leonor hizo que los que rodeaban la cama se incorporaran y sus ojos, sin que pronunciase palabra alguna, le dijeron claramente al cura que se acercase al lecho, que estaba ya dispuesta y decidida a confesarse. Cuando el cura se sentó a su lado, el resto de la familia se retiró en silencio del cuarto para esperar en el corredor contiguo a que el sacerdote cumpliese con el sagrado sacramento.

No sabía el padre Isidro que en aquella despedida de este mundo a quien colaboró con la iglesia por entender la caridad como un impuesto religioso, que en esa recámara de familia noble, donde se concibieron y parieron hombres destinados a gobernar y a hacer historia, comenzaría el calvario, el punto final a la monótona función de sacerdote en un pueblo que siempre recurrió a ellos para dejar en claro que con Dios estaban.

Leonor comenzó a hablar sin permitirse pausa, parecía que su discurso hubiese sido pensado y ensayado durante días, con voz firme y clara, con la intención de los mismos pasos decididos que dio en vida.

Yo se, Padre, que lo que le voy a decir, contradice nuestra fe y si está en mi ánimo y en mi intención reconciliarme con Dios no será por el arrepentimiento de mis actos, ni por considerar, que presa de la angustia y los malos sueños, dejé tentarme por una solución descabellada, a la que en un principio tomé por una creencia de los esclavos, siempre proclives a supercherías e invocaciones profanas, pero a esta hora me carcome el alma la duda si mi decisión no me alejó de los sufrimientos para mi predestinados por Dios, nuestro Señor.

No fue necesario hacer preguntas, el relato se sucedía naturalmente, guiado por el hilo invisible de una voz interior, tan profunda como los recuerdos atesorados durante años.

Me duele confesar, Padre, que he aprovechado durante años  la creencia familiar que sostiene que esta casa se gobierna con mis ojos, que deambulan por pasillos, salas y rincones como si tuviesen alas. No son ellos, son mis oídos, los que escuchan claramente los murmullos, las conversaciones que jamás mantendrán en otro sitio y menos en presencia mía, la gratitud y lealtad de la servidumbre, cuando me devuelve el eco de las palabras que otros consideraron para mí dignas de censura.

No quiero enredarlo en pormenores, ya tendrá usted oportunidad de abrir los ojos y darse cuenta y no me queda tiempo para divagar en detalles insignificantes, pero lo cierto es que, y quiero ser precisa y clara, quince años atrás, descubro que mi esposo, militar respetado, devoto creyente, mantenía relaciones carnales con una de las mulatas de la servidumbre, la infamia y la traición se agravaban con la existencia de un niño de dudoso origen y que por mi voluntad hoy es pupilo en un convento de Buenos Aires, y que este hecho no era aislado, que ya otros episodios similares sucedieron en el itinerario de maniobras militares, en meses de campaña, y si faltaba que el azar confirmase estas sospechas, una carta que llegó a mis manos por error me dio la certeza, acrecentaron mi odio y desencadenaron una desgracia familiar tan dolorosa para todos como estúpida, algo que en estas familias debería incluirse dentro de la tradición.

Mi hijo Fernando, el menor de todos, el único que hoy no está presente, en una de sus periódicas visitas al cuartel, escucha en una mesa de suboficiales que hablaban del Coronel, que no era otro que su padre, de sus campañas, de los hijos de distinto origen, raza y religión diseminados por el territorio uruguayo, de los bastardos que manchaban su nobleza, de los comentarios de alguna enfermedad contraída en relaciones promiscuas en los suburbios donde vive la gente negra, y claro está, la sangre caliente vence siempre al raciocinio y no fueron suficientes otras palabras para que mi hijo se batiese a duelo y un par de días más tarde me lo devolviesen en un ataúd, desviando las razones del duelo con falacias sobre la defensa al honor de su prometida, con el inútil fin de preservar de las habladurías nuestro prestigioso apellido.

Con los días, y atizado el dolor por una romería de pésames y falsedades, en pleno conocimiento de la verdadera historia, enfrentándome a diario con un marido tan cínico e imperturbable, enterrando como a mi hijo en silencio la verdad y lo que hubiese querido decir, atemorizada por lo que pudiese suceder, las futuras desgracias a enfrentar si alguno de mis deseos se materializaba, los dolores recientes me cegaban la razón y tanto yo como los míos tuvimos la certeza que terminaría con mis huesos en el loquero.
Si Dios midiese la rectitud de los actos humanos a través de sus pensamientos y deseos, no tendría dudas, padre, que la mujer que hoy usted tiene delante, ardería en el infierno eternamente.

Fue en ese momento que alguien se acercó y me habló del umbral, que debería guardar escrito lo acontecido, el motivo del dolor que me sumergía en la tristeza y esconderlo en un lugar secreto, por si algo saliera mal y no hubiese manera de reconstruir la historia que gracias a ese manuscrito hoy le detallo, y que podían ser la causa de mi locura, enfermedad o muerte.

A principios del 1700 se conmovió la ciudad con la llegada de un caballero, rodeado de un séquito propio de un rey, un hombre al que la gente describía de un modo diferente cada vez, aunque solo fue visto en una oportunidad en el camino que iba del pueblo a su morada, del otro lado de la colina, donde en un par de años, hombres que por su aspecto definiría como moros, levantaron una construcción fantástica, enclavada en una elevación que le permitía el dominio visual de los alrededores. El sitio, fecundó la imaginación de la plebe y los esclavos, nacieron historias que nadie pudo comprobar sobre riquezas que nadie jamás alcanzó a ver y muertes de aquellos que se aventuraron a traspasar sus puertas y sus muros, codiciando cofres de piedras preciosas, maravillas inimaginables, que descendieron de aquel barco con el hombre y su séquito.

Cuentan en el pueblo, que aquellos que aparecieron descuartizados a la vera del camino que llevaba a la finca, fueron los mismos que fracasaron en el intento de acercarse a la recámara donde se hallaban esos magníficos tesoros. Dicen también que cierta noche en la taberna, uno de sus sirvientes, azuzada su lengua por el aguardiente, llave eficaz para abrir secretos bien guardados y desenmascarar traidores, contó con lujos y detalles que su amo llegó a esta tierra perseguido por ciertas prácticas hermanadas con la magia, que alguna vez sirvió a una monarquía y que cuando cayó en desgracia de los favores de la Corte, antes de ser capturado, se alzó con varios botines de naves que trabajaban para el reino y huyó con un ejército de mercenarios.

El deán apretó con fuerza el rosario, bebió un sorbo de te caliente que uno de los nietos de Leonor le acercó en el único momento en que fue interrumpida la confesión, observó la palidez en el rostro de la mujer con la que había dialogado varias veces en su parroquia, las líneas violáceas de sus venas, los surcos que se pronunciaban en sus labios secos.

Desde su fundación, en 1680, la historia de la ciudad fue registrada en el libro de la parroquia por los sacerdotes que desde entonces fueron llegando, quienes respetaron la tradición y aunque a mi entender, nada se registraba sin consultar previamente al Alcalde y a los tres o cuatro jefes de las familias más prominentes.

Algunos años pasaron para que llegaran a Sacramento tropas portuguesas, tomaran por asalto el fuerte construído por los moros y utilizando barriles de pólvora lo destruyesen en una serie de explosiones que hicieron temblar la tierra provocando corridas  y revueltas solo comparables a las de aquel agosto, en que las tropas sitiaron durante días la ciudadela. Un único sobreviviente de lengua portuguesa propagó la historia de un umbral que conducía a las habitaciones donde su amo practicaba en secreto una decena de ritos desconocidos y reñidos con las costumbres cristianas.

El escalón al que hacía referencia el sirviente era de mármol blanco con vetas de un color violáceo. Tenía labradas figuras parecidas al sol y una mezcla de siluetas humanas junto a otras de animales. En el centro de la piedra, con una forma de mayor tamaño que el resto, podía apreciarse un centauro.

La fuerza de la desesperación, como el caudal del arroyo en primavera, suele ser incontenible, y de boca de mis sirvientes supe de la existencia del umbral al que acudía la gente que quería olvidar el dolor que la atormentaba, una pena profunda, la laceración del alma, y que no eran pocos los casos que allí buscaron consuelo, fin para sus noches de insomnio, o luz para la oscuridad más terrible, porque no alcanzaron para mi los rezos, ni las palabras de consuelo, no pude hallar en hijos y nietos el amor que me rescatara de un naufragio eterno, cruel e inevitable y fue así, que me aferré a una creencia popular, que en mi sano juicio hubiese repudiado, porque las pesadillas me hicieron dudar si todo lo que acontecía en mi vida era cierto, si cada vez que despertaba del horror salía o entraba en él, si mi casa, mi familia, no formaba parte de la misma locura que poco a poco me iba enterrando en vida, y fue un alivio, creer por un instante, que esa magia podía en segundos, dejar atrás el pasado, dar vuelta una hoja definitivamente y borrarle con un soplo de fuego todas las palabras escritas en la anterior.

Una noche, guiada por uno de mis sirvientes y después de haber dejado asentado en un manuscrito la pena que quería enterrar en el más profundo olvido, a solas, en mi recámara, con lacerante dolor, me escucharon llorar durante días, de los que lamento no haber dejado registro alguno en el manuscrito, aunque para mi familia y para mí haya sido un cuarto de eternidad, me presenté en la casa de quien tenía el umbral en su poder y conocía al detalle los pasos de la ceremonia y las invocaciones, como usted sabe el misal.

En el viaje, mi sirviente, no se detuvo en el relato de los muchos casos que conocía, extrañas y desconocidas consecuencias a cuyo origen yo me acercaba en carruaje. Esa noche descubrí el motivo que desató la locura del mayor de los Lozada. El hombre pretendía volver a dormir sin que lo amenazara la culpa por la muerte y el posterior robo de la fortuna de su socio. El umbral fue en extremo eficaz. Olvidó la traición, los trágicos hechos que rodearon la muerte de su socio y también el lugar donde había escondido la fortuna y los títulos de tierras mal habidos.

Maese Fernández Córdoba y Aragón, formador de nuestros jóvenes, dejó atrás las fobias engendradas con la guerra, esa pierna amputada que de vez en cuando le daba comezón y abandonó el encierro de su biblioteca y las clases y un día cualquiera se fue del pueblo sin aviso, enterándonos años más tarde que se casó con una mujer de alcurnia y dinero, y en una mesa de juego en Buenos Aires, en una riña, fue muerto a balazos.

Un coronel portugués, responsable de una masacre popular, pasó por el umbral para aliviar su conciencia, solicitó la baja y terminó sus días en Europa, pasando al olvido los nombres y apellidos de los oficiales que participaron de la barbarie. Un camarada de armas se encontró con él en Francia y trató de entablar conversación y percibiendo su gesto de estupor y desconcierto terminó creyendo que los estragos de la vida militar lo habían llevado a la locura.

Su antecesor, Padre, recopiló con esmero y dedicación los datos en un libro celosamente guardado en la sacristía. Quizás mi nombre o el de mi familia, se encuentren en sus escritos.

Ahora que lo observo, Padre, y debo reconocer que si algo puedo describir como mi más preciada virtud, es la de mirar a una persona y entender con una naturalidad inexplicable, la misma que tiene un niño cuando después de años aprendió a leer aunque haya olvidado como, lo que significa cada gesto reflejado en el rostro de quien tengo enfrente, y ahora oscilo en el desconcierto, si atribuir esa mirada suya a la sorpresa o al espanto. ¿Me considera usted tan loca como al cura que  la Iglesia trasladó quién sabe a dónde? ¿Cree usted saber lo que es el dolor del alma y el corazón cuando solo experimentó los de la carne? Este dolor no se parece en nada a la puntada que le aguijonea a usted la espalda, al menos no es lo que he descripto en el manuscrito y que al leerlo hoy me resulta la obra de otra persona, ajena y desconocida para mi. Es mi voluntad, Padre, que el escrito quede en su poder, que mis hijos ignoren los detalles que quizás en cumplimiento del juramento que exigí, omitieron contar mis sirvientes el día que esta casa volvió al alborotarse porque nadie supo por unas horas de mi paradero.

Muerto a puñaladas por quien intentó olvidar un adulterio, el hombre que conocía el lugar y el procedimiento y los conjuros y las invocaciones y los rezos, se llevó con él a la tumba el conocimiento sobre las propiedades de esa piedra, transportada a Sacramento desde un lugar tan lejano como frondosa y compleja es la imaginación de los mortales.

Solo se que recurrí al umbral acompañada por el indio Anselmo, uno de mis más viejos y fieles sirvientes y se también que regresé a esta casa sin la tristeza que en los últimos años habían consumido mi vida, que recordaba toda la historia familiar, cada uno de sus acontecimientos importantes, nacimientos, bautismos, muertes y que para sorpresa de mi familia primero y espanto después, había olvidado las infames causas que motivaron la ausencia de mi hijo Fernando, los detalles y circunstancias y todos aquellos hechos cotidianos de aquellos días, la llegada del cuerpo sin vida, el velorio, su funeral.

Años después de la muerte de mi esposo, hurgando en unos cajones, en busca de unos títulos que me había pedido el ejército, encontré el diario donde había escrito la crónica de esos días. Hice llamar al indio Anselmo para que me aclarase esa lectura que parecía el delirio de un insano y él, ya por entonces ciego, me confió que el temor que le inspiraba verme deambular como un fantasma por la casa, lo hizo recurrir a la práctica de una magia, aunque estuviese en perfecto conocimiento de mi total y más acérrimo desprecio por ellas.

Los ojos de Leonor se iban cerrando al compás lento con que las luces del nuevo día se deslizaban por los ventanales de la casona, con resignación y suspirando aliviada, deseaba terminar como siempre, lo que había comenzado, un espíritu natural en ella, una fuerza interior que en su vida la ayudó a no levantar jamás una penitencia o un castigo impuesto, la férrea decisión estuvo siempre acompañada por una determinación inquebrantable.

No me arrepiento, Padre, de ninguno de mis actos, si por temor a la muerte, o lo que considero aún peor, a la locura, me he apartado del camino de la fe que pregona nuestra iglesia, ha sido para mantener la paz y el orden en mi familia, puedo morirme en paz ahora, sabiendo que están encaminados sus destinos y lo único que me resta por esperar es su perdón y la misericordia divina.

He sido una devota creyente y creo haber hecho en vida lo humanamente posible para complacer la voluntad de Dios y no alterar ninguna de sus leyes. He sometido a un exhaustivo juicio cristiano cada acto, cuando la duda empañó mi decisión, y todos estos años, Padre, he sufrido. He sufrido pesando en que me negué a seguir el destino para mí marcado. Por algo Dios puso en mi camino estos accidentes, por algo pasé por el intenso deseo de matar y vencerlo como debí haber vencido el profundo dolor de la muerte de un hijo o entregarme a la locura. ¿Es posible, Padre, que la misericordia divina me haya llevado de la mano al umbral? ¿Es posible que Dios permita utilizar los recursos a nuestro alcance, aún ajenos y enfrentados a nuestra inquebrantable fe, para medir lo justo y lo infame de nuestros actos?

Con mis hijos ya adultos y con tiempo para pensar lejos del fragor doméstico, de las intrigas sociales que nunca me entusiasmaron como a mi marido, un estratega militar que se acercaba a las personas por conveniencia, esperando que la unión de algún sobrino o hijo con un clan prominente, fortaleciera su poder, tan precario en su carrera, cuando no reunía otro antecedente que un puñado de batallas contra el indio y la férrea oposición a las ideas artiguistas que lo sobrevivieron.

Quizás el umbral no haya sido tan eficaz en mi caso. No es bueno darse cuenta que otros episodios de nuestra vida merecen el olvido, como haber aceptado la complicidad de dirigir nuestro triste destino familiar.

Cavilaba el deán intuyendo que tenía ante sus ojos una de las puertas del destino, como antes en su Murcia natal, como cuando llegó a Sacramento, como cada vez que enfrentó la posibilidad de dar un mal consejo ante una cruel confesión. No sabía el deán que aquella noche larga era preámbulo de otra inabarcable y cerrada, cuyo momento supremo fue el instante en que Leonor cerró los ojos dejándolo con un millar de preguntas sin respuesta, hundido en tanta decepción como incertidumbre, incapaz de poner en duda la consistencia de los pilares de una fe que creía inagotable, perdido en soledad a muchas millas de quienes podrían escuchar sus dudas o servirle de consuelo.

Allí estaba el deán, sumergido en la lectura del diario parroquial que escribieron sus antecesores, intentando aplacar la fiebre que despertaba la curiosidad ante un escenario insospechado y desconocido.

Suelen los hombres entrelazar la historia con hechos magníficos, notables, grandes puntos de referencia para situarse en el mar del Tiempo, el día del rayo, la tarde que murió el boticario, la Pascua en se mató el alcalde en un accidente de caza, el eclipse, la semana en que un lobo asoló Sacramento, una suerte de calendario natural, un diario invisible que se rearma una y otra vez en las conversaciones de tertulias, festejos y velorios.

El deán Isidro Peñaloza abrió el arcón con el mismo sigilo de quien trata con piezas en extremo delicadas, describió en una carta su contenido, un inventario pormenorizado de los elementos que iba colocando sobre la mesa que oficiaba de escritorio, unió el rompecabezas de los trozos de mármol esparcidos al azar y siguió las instrucciones de un manuscrito que había sido envuelto en un tejido antiguo y colocado en una alforja cerrada con un cordel dorado, mezcló en una pequeña tinaja de barro distintos polvos, que con una pequeña cuchara de bronce fue extrayendo de una madera dividida en varios compartimentos y leyó con voz firme una oración, al compás involuntario de imágenes inconexas, traídas de tiempos remotos, de su Murcia natal, del claustro como seminarista, de la misa de consagración, del viaje al virreinato del Río de la Plata, de un retrato familiar en la sala central de la casa paterna.

El pueblo se despertó en el estrépito de gritos desesperados y corridas. Al salir a la calle principal, cualquiera podía ver como la iglesia ardía en llamas, los gestos de espanto de las mujeres, el trajín de los hombres con las cubas de agua y la angustia de saber que el cura párroco estaba aún entre las llamas de la biblioteca donde se había originado el fuego.

El sol de la madrugada los encontró a todos removiendo los escombros y los restos aún humeantes, sin haber hallado al deán, a quien se decidió dar por muerto oficialmente una semana más tarde del siniestro que terminó con todas las actas de matrimonio, nacimiento y defunciones que se habían redactado desde que llegó el primer cura hasta la fecha. El arcón apareció milagrosamente intacto, aunque cuando lo abrieron no encontraron nada en su interior.

A unos pocos metros de la entrada a un patio que conducía a la parroquia, una tumba ornamentada con figuras religiosas, ángeles de yeso, símbolos cristianos, encargada por las familias ilustres del pueblo a quien construía para ellos una en los entierros, recordaba el paso del deán Peñaloza como sacerdote. Aquellas personas que obtuvieron los favores de sus sabios consejos, de su palabra espiritual, le dedicaban unos minutos de oración y recogimiento cada vez que visitaban el lugar para observar los avances en la reconstrucción de la iglesia que nació con la ciudad un siglo antes.

Manuel, hermano menor del deán Peñaloza, llegó unos meses después de la tragedia,  tan dolorido como intrigado por los últimos días del sacerdote, confundido por una correspondencia que no contenía en ninguna palabra la esencia, el aplomo, el espíritu reflexivo de quien partió de Murcia cuando él era un niño y aprendió a conocer a través de las cartas que se leían en familia, el mismo hermano con el cual, ya convertido en un hombre, mantuvo un ininterrumpido intercambio epistolar, que pudo imaginar a traves de un lienzo que llegó hacía muchos años del otro lado del océano, al que reconoció en los comentarios de la gente que pudo tratarlo, hombre siempre bien dispuesto a un consejo oportuno, a tender su mano franca y socorrer a quien acudiese en su búsqueda, un poco triste en los últimos tiempos, por razones que desconocemos, aunque creemos que tenían que ver con su salud y ese dolor en la espalda que nunca lo abandonó.

No quedaron del párroco otras pertenencias que los recuerdos de sus fieles, algún sermón dominical, sus clases de catequesis a los niños del pueblo, las bodas y bautismo celebrados. Hay quienes creían que además del diario parroquial, con la misma pasión, dedicación y entusiasmo, escribía otro personal, seguramente devorado por el fuego, que como él, jamás será olvidado.

Un nuevo cura llegó siete meses más tarde con una carta de acreditación del Obispo y la misteriosa orden de despachar en el primer barco que partiese a Portugal unas piedras, aparatos de medición y polvos de distintos colores, que según una pormenorizada y exhaustiva descripción del deán Isidro Peñaloza, obraban en su poder, guardadas en un arcón con cerrojo en la sacristía.

El nuevo sacerdote informó inmediatamente al Nuncio por carta lacrada que el cofre de referencia había sido hallado vacío cuando se sofocó el incendio y que no había rastro alguno de un manuscrito sobre las propiedades de los extraños objetos que el deán había guardado celosa y secretamente en su poder, que tampoco pudieron hallar el cuerpo carbonizado del cura y que las autoridades y las familias de prestigio habían decidido honrarlo con una sepultura.

Las lluvias, los inviernos, los cambios políticos, se fueron sucediendo como siempre, e igual que el viento y el agua en el camino, terminan sepultando poco a poco las huellas de hechos y accidentes, dejando todo como si fuera nuevo, a punto de estrenar, virgen de contaminación, libre de influencias, ese patético engaño al que nos acostumbra el presente cuando se disfraza y nos parece eterno.

Siete años después del incendio, llegó al pueblo un vagabundo que atraía la atención de la gente con relatos de su largo peregrinaje, y aunque costaba diferenciar los hechos reales de los nacidos de su propia fantasía, una y otra vez le pedían que contase la historia de un temible bandolero, aquel jefe de la pandilla que asoló durante años a nobles terratenientes del reino de Portugal, destinados a estas tierras por su Majestad, en su mayoría traficantes de esclavos y contrabandistas, el que fue traicionado por su mujer y lugarteniente y muerto en una emboscada, con títulos y joyas en sus alforjas, al que luego de ser ultimado con disparos de arcabuz, no lograban desprenderle de los dedos un rosario de cuentas nacaradas.