Bar El Destino

Tenía que hacer tiempo. Me habían pasado, sin amabilidad alguna, una reunión para otro horario y buscaba un bar donde matar la hora y media de espera. En la esquina de la misma cuadra donde tenía que reunirme encontré el primero, al que entré sin dudar, y reparé en el nombre, El destino, cuando ya me había sentado, leyendo las letras góticas rojas estampadas en el vidrio de la ventana.
La moza no tardó en acercarse a mi mesa. Cuando hice el pedido, me entregó el diario. No había mucha gente, el televisor estaba mudo y sintonizado con el canal de noticias. Le pegué un vistazo a la tapa y empecé a hojearlo sin mucho interés, mientras a mi alrededor los pocos parroquianos conversaban. Entraba gente que se acercaba a la barra, hablaba unos segundos, agradecía y volvía a salir. Observé de reojo tres casos parecidos y pensé que se trataba de una costumbre. El misterio, el desconcierto, el murmullo de las extrañas conversaciones pusieron los oídos en señal de alerta.
La moza se acercó a otra mesa y dio vuelta la taza de café del cliente contra el platillo donde lo había servido un rato antes. Se sentó enfrente y lo tomó de la mano. Le dijo, su nieta mañana consigue trabajo, y el hombre agradeció y pagó. Sonreí disimulando estar concentrado en la lectura del periódico. Pasaron pocos segundos y llegó mi café americano cortado.
-Perdón, pero no pude evitar escuchar-le dije mientras me servía. ¿Usted lee el futuro?
-Nosotros señor, leemos las huellas que deja el café en la taza –me respondió sospechando que yo me burlaría.
-Así que por eso se llama El destino… Usted lo anticipa. Tenía entendido que algunos practican este sistema leyendo la borra del café.
-Si, pero eso es otra cosa-me respondió y luego dijo: la máquina con la que lo preparamos es especial y nosotros sabemos interpretar los dibujos que deja el café en la taza.
-¿Puedo probar yo cuando termine de tomarlo? ¿Tengo que pagarle algo más?-le pregunté mientras ella dejaba el vaso de agua fría al lado de mi taza recién servida.
-No cobramos por esto.
Me quedé pensando en lo que sucedía y prestaba atención a los que se acercaban a la barra y decían algo en voz muy baja. Solo alcancé a escuchar a un hombre de unos sesenta años que dijo: salió bien y un cuanto me alegro en respuesta.
Terminé el café y la llamé. Dejó la bandeja en otra mesa vacía y como en el cliente anterior dio vuelta mi taza sobre el plato donde estaba apoyada. La dio vuelta  y la miró como si leyera las sagradas escrituras.
-Mañana bien temprano tendrá una sorpresa en las primeras horas. Le voy a pedir que no divulgue lo que acaba de ver y escuchar en este bar.  No quiero asustarlo pero malos augurios hay para los que comentan lo que acá se dice. Cada destino es único y privado.
-Entiendo, despreocúpese. ¿Qué tipo de sorpresa será la de mañana?
-Algo inesperado
Pagué y me fui. Tuve la reunión atrasada y volví a casa pensando en si sería este material un nuevo proyecto de investigación. Los bares de Buenos Aires tienen muchos secretos , pero si bien no los conozco a todos, este de hoy, no puedo negar que había ganado mi atención.
A la mañana siguiente, mientras ordenaba mis papeles y separaba unas facturas para pagar, sonó el teléfono. Fui a atender la llamada sin recordar la premonición de la moza. Era mi hermano Abel, desde Canadá, después de cinco años sin dirigirnos la palabra. Me tiré sobre el sillón emocionado a escuchar lo que me decía sin entender claramente. Eran mis primeras palabras del día. Aún no me había liberado del sueño y sin entender lo real de lo imaginario, le escuché decir que viajaba a Buenos Aires para que habláramos, que había tenido un accidente en la carretera hacía dos meses y que entendió que era una idiotez que nos tratáramos como desconocidos cuando los dos llevábamos la misma sangre. Lo noté distinto, otra persona. Me dijo te quiero, hermano y colgó.
Comencé a pensar en la moza adivina y en el bar y encendí la laptop dispuesto a escribir un artículo cuyo título ya tenía  centrado y subrayado en la cabeza mucho antes de volcarlo al Word con letra Garamond 14: Bar El destino.
Sintonicé la radio en música clásica para crear atmósfera y creo que la perilla me dio una pequeña patada que me quedó hormigueando a lo largo del brazo. Pensé en la estática de la alfombra porque la radio nunca tuvo problemas y jamás me dio corriente. El hormigueo seguía un poco más intenso pero yo estaba bien dispuesto a redactar inspirado.
Tenía que hacer tiempo. Me habían pasado, sin amabilidad alguna, una reunión para otro horario y buscaba un bar donde matar la hora y media de espera. En la esquina de la misma cuadra donde tenía que reunirme encontré el primero, al que entré sin dudar, y reparé en el nombre, El destino, cuando ya me había sentado, leyendo las letras góticas rojas estampadas en el vidrio de la ventana.
La moza no tardó en acercarse a mi mesa. Asdfjkllmmfasdkkkkk