Hábleme de Guarnerio

 


Durante diez años ininterrumpidos ocupó merecidamente y con maestría el horario central de un club de comedia y no sabía que el dueño de la sala había tomado la decisión de que esa sería su última noche. La calidad de su material tenía el brillo de siempre pero al público le resultaba difícil seguir el hilo del monólogo y entender el esplendor de sus magistrales remates porque su dicción fue empeorando gradualmente en los últimos meses, herida fatalmente por el vodka que bebía antes de subir al escenario.

Para sus colegas, muchos de los cuales fueron sus alumnos, era imposible atravesar la frontera que de manera invisible trazan el respeto y la genuina admiración para expresar un consejo o ayudarlo a entender porqué no obtenía en el público la misma respuesta que en sus comienzos o apenas unos meses atrás. Él pensaba que el público había cambiado y esa mutación bajó el nivel de exigencia para un humor más elevado del que se veía en ese momento bajo el rótulo de stand up.

Amaba con pasión el humor, el ajedrez y las matemáticas. Sus chistes tenían la precisión del álgebra y la estrategia que persigue la culminación de una jugada perfecta. Las risas del público o de un eventual interlocutor eran su jaque mate. Su estilo refinado comenzó a perfeccionarse en los medios gráficos dedicados al humor donde brindaba sus guiones para los dibujantes, escribía sus propios relatos o publicaba jugosas entrevistas. El ciclo de máximo esplendor incluyó en el inventario un libro que fue éxito de ventas, un Martín Fierro para el programa de radio en el que colaboraba diariamente con su afilado repentismo, la autoría de un sketch televisivo que tiene su lugar entre los más recordados por el público a cargo del capo cómico de la época y una rutilante función con lo mejor de su material del unipersonal “Haciéndose la del monólogo”. La grabación llegó a manos y a oídos de un conductor de televisión que no dudó en convocarlo como guionista para su programa.

El tobogán al que lo condujo el alcohol lo llevaba en caída libre desde hacía unos años. No fue el apagón total que marcaba el final de una rutina humorística sino una merma gradual en la intensidad de focos que iluminaban su escenario. Se hizo imposible para su entorno seguirle el tren y esa decisión irrevocable de continuar a la misma velocidad y en la misma dirección. Se interrumpió el álbum de fotos que había iniciado un matrimonio. Sus regresos al hogar en estado de ebriedad se hicieron más frecuentes y accidentados. Tomó muchas decisiones temerarias en las noches que tenían sus consecuencias al día siguiente cuando tenía que presentarse a trabajar en el diario o a las reuniones de producción de uno de los programas de mayor audiencia y que contaba con él como guionista. Ciento cincuenta chistes con destino de explosión de carcajadas cuyos temas se decidían  tres días antes. El nivel de producción y calidad no disminuían pero si se deterioraba su imágen en las reuniones del programa de televisión por las claras evidencias de cómo había terminado o continuaba el día anterior. Las advertencias no fueron escuchadas. Sus ocasionales socios laborales recibían la misma respuesta. No había posibilidad de cambio. Uno a uno fueron cayendo los empleos al compás de las botellas vacías y su último bastión, el club de comedia, crujía en los cimientos con un público que también comenzaba a abandonarlo.

Del linaje paterno heredó mucho más que el primer nombre. Su padre, Carlos Lucio Guarnerio, fue un creativo que se ganaba la vida con la publicidad en J. Walter Thompson con una carrera laureada pero su espíritu inquieto y la influencia de una madre pianista lo impulsaban a navegar también la composición musical y la crítica de cine con un personaje nacido de su impronta: el hombre del antifaz.

En JWT logró alcanzar los mismos niveles de admiración por su prolífica creatividad como el de antipatía por el uso de un poncho de vicuña y la portación de un bigote que a los directivos les recordaba a Pancho Villa. No tardó mucho en emigrar y su trabajo como publicista independiente lo llevó a prestar su arte para una empresa alemana que fabricaba casas premoldeadas. Mientras desarrollaba una campaña publicitaria para los alemanes conoció San Bernardo y el impacto fue tan grande que construyó para la familia una casa de veraneo con el mismo producto que él promocionaba.

El amor por la ciudad balnearia fue el soplo que inspiró una zamba que los habitantes apreciaron y tomaron como propia. No había evento al que no fuese invitado como personaje distinguido. El brillo de su carisma lo ubicaba en el centro de cualquier reunión o acontecimiento cultural y de su poderoso influjo no se libraba ni la iglesia donde solía leer el evangelio.

Las vacaciones de su esposa docente contribuyeron a que San Bernardo fuese durante años el lugar de descanso para el matrimonio y sus tres hijos. Carlos Lucio combinaba los días de descanso con los viajes que le imponían sus obligaciones laborales en Buenos Aires. Un ex compañero de la agencia publicitaria le ofreció la venta de una pequeña fábrica de juguetes que pertenecía a sus padres cuando la familia pensaba radicarse en Israel. Carlos la compró para instalarla en la casa familiar de Villa Luro.

Tres poderosos motores mantenían encendidas su pasión y su fervor en cada emprendimiento: el arte en general y sus distintas variantes, su compromiso con el peronismo y las bebidas espirituosas, esas que alimentan la llama cuando las velas no arden. De su amor a Perón dan cuenta sus viajes a Puerta de Hierro para reunirse con el General exiliado, una posibilidad trunca de ocupar una banca de diputado por no contar con la edad mínima para el cargo y una colección de discos de pasta de discursos de Perón y Evita que formaban parte de un proyecto personal que no alcanzó a cumplir. De su cercanía a las bebidas blancas tomó registro su hígado. En el último viaje a España un derrame biliar obligó a su traslado inmediato a Buenos Aires. Nadie sabe cómo hizo para subirse al avión de regreso en ese estado. Falleció a los cuarenta y cinco años en el Hospital Argerich dejando tres hijos de 18, 14 y 10 años que tuvieron que hacerse cargo de la fábrica de juguetes hasta su cierre obligatorio con la llegada de una debacle económica, de esas cíclicas que padece Argentina, conocida como “el Rodrigazo”.

Ethel, su madre, se casó con Carlos Lucio y fue a vivir con él en la casa que sus suegros tenían en Villa Luro. Sus suegros eran una familia aristocrática de Santiago del Estero y cuando se mudaron a Buenos Aires trajeron con ellos a Rosario, una criada quinceañera que trabajó en la casa y colaboró con la crianza de los dos hijos de sus patrones y luego, naturalmente, de los tres hijos que Ethel y Lucio trajeron a este mundo. Rosario sabía llevar una casa mejor que nadie y este conocimiento y experiencia liberaron a Ethel de muchas obligaciones eclipsando su figura materna y moviendo los mojones fronterizos que separan los roles de una madre y de una empleada doméstica. Rosario tuvo para los hijos de sus patrones la misma dedicación pero con Carlos, el mayor de los tres, el vínculo fue más intenso. Los otros dos hermanos hacían notar que las actitudes de Rosario para el cuidado de Carlos eran distintas y en la intimidad solían señalarlo como “el amito”.

El tiempo es una distancia mágica que puede poner las cosas en su sitio. La muerte de Carlos Lucio llegó en el momento de mayor tensión con el mayor de sus hijos, Carlos. El foco del enfrentamiento tenía dos razones: la elección de Carlos a llevar el pelo largo en tiempos en que era motivo suficiente para terminar en una comisaría y el deseo de desarrollar una carrera en la música, tan cercana y tan precisa como las matemáticas, tan certera e inspiradora como el humor. Su padre era exigente con los tres hijos pero con el mayor su rigor era más punzante que con los dos menores. Rosario equilibraba con una relación protectora la correlación de fuerzas y la distancia que imponía el conflicto que mantenían padre e hijo.

Aunque Carlos mantuvo un vínculo inquebrantable con la música a través de la guitarra y el bandoneón, el camino elegido fue el humor cuando comenzó a trabajar en las revistas más destacadas del género de esa época. En paralelo a esa actividad se sumaron participaciones en shows con un estilo hasta entonces desconocido en el país: el stand up.  Chistes de una línea, descripciones personales, tragedias, formaban parte de un repertorio que experimentaba y perfeccionaba día a día. Mientras potenciaba una vocación que tenía una raíz familiar, la relación con su madre tomaba una dirección sin retorno. Carlos sostenía que Ethel no supo acompañar a una persona especial como el padre y mientras más se alejaba de su madre más se agrandaba la figura de Rosario. Para quienes lo conocimos después resultaba imposible armar el rompecabezas de una historia desconocida y entender esas dosis de rencor y de furia.

En las madrugadas largas, cuando despiertan aquellas reflexiones íntimas que solo propician los amigos y las bebidas derramaba dardos concebidos en una herida sin cerrar. Las frases y las definiciones punzantes y dolorosas se entrecortaban o quedaban inconclusas. Nadie se atrevía a pedir que las continuara o que cerrara la idea como un remate de su show. Todos queríamos que la catarsis terminara pronto. La imagen de ese maestro de la comedia se distorsionaba como los reflejos en un laberinto de espejos curvos, esos que supo describir su idolatrado Borges.

El daño que el alcohol producía en su organismo lo condujo a distintas internaciones. Su madre volvió a sufrir en carne propia con un hijo el calvario que transitó antes de enviudar y los meses en que compartieron una obligatoria convivencia fueron para ambos un infierno. Ethel, cuando podía, cuando lograba quedarse a solas con un amigo que lo visitaba, pedía ayuda a su manera, con la esperanza de encontrar una forma para que su hijo entre en razón. No había duda que las escenas diarias, los regresos de madrugada de su hijo y el estado en que llegaba le estaban haciendo un daño irreparable, quizás más profundo que el efecto del alcohol en el organismo de Carlos. Algunos amigos y colegas comenzaron a tomar distancia, resignados ante la actitud de Carlos de no modificar el rumbo, seguro que era parte del precio a pagar por su condición de artista. El alcohol, en cualquiera de sus variantes, producía dos efectos nefastos: no poder comprender lo que decía o trataba de explicar haciendo inviable cualquier trabajo e inflamar en él una suerte de obstinación para instalarse en un tema que no correspondía a la lógica del proyecto humorístico que se abordaba en sociedad. Sus admirados Astor Piazzolla y Charly García fueron sus estandartes para llegar a los límites en todo lo que hacía o producía, mientras su momento de esplendor artística descendía de manera inevitable.

La cruenta batalla interna se libraba sin treguas, ni aún con los oficios de un terapeuta con el que en las sesiones jugó a refutar sus interpretaciones como en una partida de ajedrez esgrimiendo sus conocimientos en la lectura de las obras completas de Freud. Cada centímetro cúbico de vodka o ginebra era un disparo de artillería pesada, aunque en cada bombardeo su enemigo cambiaba la posición haciéndose invisible entre las sombras. El altísimo costo de las bajas que producía esta guerra no modificaron su estrategia. El alcohol horadaba su estructura minando sus articulaciones, haciendo penoso su andar.

Cada integrante de su familia hizo su vida, conformó una propia y no estaban en condiciones de darle asilo a quien no podía respetar ni cumplir unas mínimas bases de convivencia, lo que los obligó, como única alternativa posible, para que sea cuidado y alimentado, alojarlo en un hogar familiar donde por su condición gozó de algunos privilegios como la libertad en las salidas y el acceso a su computadora personal. Volvió a la facultad y a las matemáticas, intentó sin éxito volver a ocupar un espacio en el club de comedia donde había brillado durante diez años.

La guerra cesó una tarde. El armisticio fue tan sorpresivo como determinante. No bebió una sola gota más de alcohol desde el mismo día en que falleció su madre.