Llegó a la cita media hora antes de lo que habían acordado. La ansiedad nos compensa con la virtud de la puntualidad algunas veces. Al bajar del auto la brisa cálida jugó con su cabellera. Miró el mar y apenas cruzó la rambla se quitó las sandalias y caminó lentamente hacia la orilla.
Pensó en el encuentro y en el momento en que le hablaría mirándolo a los ojos, se lo diría sin muchos preámbulos, sin desviarse una coma del discurso que ensayó durante casi toda la tarde. Sonrió mirando el agua.
El miraba su reloj de pulsera sin disimular la impaciencia y el fastidio. La reunión se había extendido mas de lo previsto y esto lo hacía pensar en cómo se reducían los minutos de su encuentro y el tiempo que dispondría para conversar y luego pasar a buscar a su mujer y a su hijo.
Dio vueltas en la cama toda la noche. Se levantó en la madrugada en busca de un whisky y dos cigarrillos. Volvió al dormitorio después de que su mujer se levantara preocupada a buscarlo. Algunos problemas en la oficina fue el pretexto elegido para explicar sus problemas para conciliar el sueño como siempre.
Caminar por la playa siempre la ayudó a pensar. El recuerdo de otros momentos en que se acercó hasta el mar certificó esta afirmación sobre la que dan cuenta los que más la conocen.
Llevaba en su cartera una respuesta y en la mente mil preguntas. “Aceptá de la vida lo que te da sin medir si es mucho o poco”, decía su abuelo.
El entró al auto y buscó la carta para romperla. El tráfico estaba tan cargado como el aire que respiraba, pero los pensamientos lo envolvieron en una burbuja de tal densidad que solo las bocinas de los autos le hicieron darse cuenta que el semáforo tenía luz verde.
Y la vio antes de estacionar y sintió el ruido en el pecho y en las sienes. Ella seguía mirando el mar, de espaldas a él, muy cerca de la orilla. Entonces gritó su nombre y la esperó, no fue a su encuentro. Ella lo vio y se detuvo. La impactó su imagen quieta y la mirada fija, más allá de ella. Mucho más allá.
Caminó hacia él mientras en cada paso se desdibujaba la sonrisa junto con el alma y la brisa era ventisca, fría, helada, apretaba la cartera con el sobre como un impulso, un aferrarse a un sitio firme para que la corriente no la lleve, la corriente que sentía que venía desde la rambla y la empujaba a volver a la orilla, pesaba la arena sobre la palma de los pies, pesaba la cartera y el alma, miraba el suelo y levantaba la vista con esfuerzo para verlo fumar con ansiedad, sin la menor señal de acercarse, la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, no lo hubiese reconocido aunque supiera que es él. Ya no lo reconocería.
Se paró delante de él y se dio cuenta que no iniciaba un beso este saludo. El dijo su nombre y tres palabras cuando ella lo interrumpió con una mano en el pecho y apretando con la otra la cartera. Miró el suelo y miró el mar, y entre sus ojos y el mar no había diferencias. Se dio vuelta y caminó sollozándo, mordiéndose el labio inferior sin que él la viera. El hizo unos pasos hacia el auto mientras ella esperaba que el grito de su nombre fuese mas fuerte que el latido de su corazón y lo escuchara. El siguió caminando y se detuvo un instante fugaz con la cabeza gacha, pero no volvió a mirarla. No se despidieron. Nunca lo supo, no se enteró.
El se separó de los dos para siempre.