En el primer disparo, la bala entró por el ojo izquierdo y desperdigó en el tapizado del techo del auto pequeñas fracciones de masa encefálica, y justo antes que el impacto desmoronase a la víctima contra el asiento del acompañante, recibió otros dos más, involuntarios, producto del nerviosismo del asaltante y de un gatillo muy celoso.
Hubiese sido un simple robo si la puerta de la guantera, siempre llena de cosas inútiles, no se abrìa en ese instante de tensión extrema, asustando tanto al conductor como al asesino.
El estigma del arma homicida siguió su derrotero en otras manos, incluso más jóvenes y menos expertas y en otras circunstancias ajenas al mundo de la delincuencia, como en aquel año nuevo en que volvió a lanzar su llamarada de fuego al cielo y la bala perdida volvió a cobrarse otra vìctima en los suburbios de Río de Janeiro.
Algunos delincuentes conservan la vieja tradición pistolera de hacerle una marca en la culata cada vez que su revólver le pone a un adversario el último sello a su pasaporte al otro mundo. Este no registraba señales.
No son pocos los que sostienen que algunas armas cargan, además de municiones, una suerte de alma oscura, la misma que se rebela a veces contra el que la empuña y falla en el preciso instante en que es imprescindible, la misma que de destella con su descarga letal en una broma, en un manipuleo, en un acto sorpresivo, donde al Diablo suelen atribuirle la responsabilidad directa.
Las armas malditas, como las malditas almas no detienen su derrotero ni obedecen las leyes que los hombres determinan. Su destino obedece a ciertas reglas propias, lejos del alcance de quienes las utilizan, fuera del control de razzias, procedimientos, confiscaciones.
Cayó en una redada policial en Río y junto a otras de distinto calibre y prontuario criminal, deambuló por dependencias judiciales, pasillos de juzgados, como prueba confirmada en estudios de balística que fue ella y no otra la que terminó con una vida.
El jueves 8 de abril volvió a escena en manos del joven Wellinton Menezes de Oliveira, quien la extrajo de su mochila en el aula de una escuela pública a la que había concurrido unos años atrás, frente a cuarenta alumnos que asistían a una clase de portugués, sobre quienes abrió fuego matando a 12 de ellos con certeros disparos en el tórax y en la cabeza, utilizando un dispositivo mecánico para alimentar nuevamente y con rapidez el tambor con seis balas de su revólver 38 una vez vaciado, con la presteza de seguir los pasos estudiados y anunciados en un video, sabiendo que su causa, su estrategia y su plan de exterminio lo incluían a él, antes de que el arma se silenciara nuevamente.
Quizás este revólver 38 se sosiegue en alguna vitrina de un museo policial con una etiqueta o una placa que recuerde el nombre de su último ejecutante o con el sencillo "Arma con que se perpetró la masacre de Río"
A diferencia de los muertos, las armas pueden volver a pronunciar una y otra vez su lenguaje conocido.