Ser de Racing

 


Los hinchas de Racing son seres especiales que no profesan su amor por una casaca sino que la elevan y convierten en el símbolo de una religión. Una religión que tiene su liturgia cuando juega lo que ellos llaman La academia.

Son particulares.

Pueden investigar y comprobar por cierto reportaje rescatado de ignotos archivos del año 1968 que John Lennon era de Racing. Que Gardel y Perón alentaron a la Academia y que la historia de la humanidad se divide en un antes y un después de Racing.

Sé de qué se trata lo que estoy escribiendo. Conozco gente así que se mueve entre nosotros normalmente hasta que nos damos cuenta de que son de Racing.

Hace unos días compartí el viaje en tren con uno que jamás había visto en mi vida, que después de romper el silencio con una pregunta sobre el servicio del ferrocarril  se lanzó a hablar cómodamente y encontrar el momento propicio para decirme que era de Racing con el mismo orgullo que un ex combatiente de Malvinas. Lo observé mientras me contaba el estúpido gol que Flamengo les había hecho en Brasil y esgrimía todos los argumentos que lo llenaban de esperanza para la revancha en Buenos Aires. Pensé en qué se parecía el hombre que acababa de conocer a Marcelo, Esteban, Daniela, Silvia, César, Vicente, Pablo y me detuve sorprendido por la cantidad de conocidos con el mismo patrón.

Todos ellos tienen su característica distintiva pero la más sobresaliente para mí es que son de Racing.

Publican su amor incondicional en sus estados de Whatsapp, despiertan y piensan en las horas previas al partido que modificará su ánimo por el resto de la semana, una divisoria de aguas que ni Moisés consiguió huyendo de los egipcios.

Recuerdan a sus jugadores en carácter de héroes y pueden introducir en cualquier momento y en cualquier conversación un apellido como Colombatti con el énfasis que solo atribuimos a grandes pensadores o benefactores de la humanidad como Fleming o Pasteur.

No manejan claves secretas ni ningún argot entre ellos pero pueden identificarse en cualquier lugar. Si están a punto de pasar un exámen médico, esquivan la mirada para no ver que la sangre que le extraen es de color rojo. Miran hacia el cielo y no ven lo mismo que nosotros. Ellos observan el manto racinguista que cubre al país y al mundo entero. El Cilindro es el ojo que observa el Universo. Avellaneda es el epicentro donde dejan de existir los vecinos. La vida es celeste y blanca.

A mi me caen bien. Los observo con cierta admiración y respeto.

El ramo de flores

 


El sonido del timbre de la puerta de calle detuvo la ronda de mates y las impulsó a mirarse unas a otras dejando flotar el interrogante de que si alguna de las cuatro mujeres reunidas en la cocina esperaba a alguien. Brenda dejó de pintarse las uñas de los pies y Luz, la más joven y la última incorporada al grupo, se levantó decidida para averiguar quién podía ser, aumentando en el resto la expectativa. Se escuchó el murmullo de un diálogo breve y el ruido de la puerta de calle al cerrarse. La oyeron subir la escalera entre silbidos de admiración y exclamaciones de entusiasmo. Las tres se miraron desconcertadas hasta que vieron a Luz entrar a la cocina con un enorme ramo de rosas blancas.

—Parece que San Valentín está pegando fuerte —dijo Luz entre risas.

—¿Para quién son? —preguntó Sheila

—Le pregunté al chico que las trajo y no sabe.

—Debe tener una tarjeta —dijo Brenda regresando a su silla y poniendo atención al esmalte de sus uñas.

Sheila, Donna y Luz revisaron el ramo sin éxito.

—No se hagan las boludas. Alguien de nosotras tiene que saber de quién se trata —dijo Donna mirando a sus compañeras.

—A mí no me miren. Nadie me regala flores —dijo Sheila

—Si no sabemos quién las mandó dividamos el ramo entre las cuatro —propuso Brenda.

—Es una buena idea, pero no aclaramos de quien son —dijo Donna.

—Seguro que es un boludo que se olvidó de poner la tarjeta o demasiado tímido para dar la cara y hacerse cargo del regalo —dijo Sheila mientras soplaba suavemente para acelerar el secado del esmalte en las uñas recién pintadas.

—Chicas, a ver —dijo Donna mientras le colocaba agua al mate—. Tenemos un lindo misterio a resolver. No estamos buscando al vecino que hace cagar a su perro en nuestra vereda, ni al que deja la basura en nuestra puerta. Estamos tratando de descubrir a un tipo que nos envió un ramo de flores el día de San Valentín.

—Donna, dejá de joder jugando al detective —agregó Sheila mientras aceptaba el mate servido.

—Si no podemos descubrir quién fue, habla muy mal de nosotras —dijo Donna mirando a Sheila—. Repasemos quiénes vienen

—Lo tengo. El del maletín negro —apuntó Brenda

—No lo tengo a ése —dijo Luz

—Sos muy nueva vos. Viene un par de veces al mes y es uno de los pocos que, salvo con vos, pasó con todas —dijo Sheila—. Y me parece que, si no es milico, es rati. Muy raro. Si alguna vez se queda dormido le reviso el portafolios.

—Ni se te ocurra —señaló Donna—. Te vas a meter en un quilombo. A veces es mejor no saber la historia ni de dónde vienen. Yo sé lo que te digo.

—Contame, Donna ¿Cuál es tu experiencia? —preguntó Luz mirándola inquisidora.

—Vos sos muy tiernita en esto y poco conversadora. Terminás, te vestís y salís de la pieza dejando al cliente colgado cuando pagó por una hora y lo despachaste en quince minutos.

—¿Me estás recriminando algo? —preguntó Luz observando que las tres la miraban

—Donna te está diciendo que tenés que quedarte por el tiempo que pagó —dijo Brenda—. Si te levantás y te vas dejándolo solo, le das tiempo a mirar el reloj y pensar que lo caminaste. A veces también necesitan hablar un poco y desahogarse.

—Para eso está la esposa —dijo Luz

—Justamente. ¿Por qué pensás que vienen? —le preguntó Brenda

Las cuatro se quedaron en silencio pensando en sus propios silencios, en sus matrimonios, en la vida familiar, en la distancia con sus hijos.

—El de maletín viene siempre con distintos nombres. No me parece que sea el que envió las flores —dijo Donna.

—Estoy pensando en los míos y ninguno me dio señales como para que se le ocurra hacer algo así —dijo Brenda

—Por algo vienen por vos —subrayó Sheila

—Sí, claro. Ven las fotos, les gusto y llaman, pero ninguno tiene una onda especial. Conozco sus vidas por lo que cuentan. Ninguno me hizo pensar que podía saludarme para San Valentín.

—El último romántico ya no viene con su violín —dijo Brenda

—Uh, volvimos a la cantinela —dijo con fastidio Sheila

—¿Cómo es eso? ¿Qué me perdí? —preguntó, curiosa, Luz

—Un admirador especial que tenía Sheila —dijo Brenda—. Contale

—No empiecen con las boludeces —dijo Sheila, enojada.

—Dale, negra. Contame que quiero saber —pidió Luz

—Yo te cuento —acotó Donna—. Una tarde estábamos en la cocina y Sheila pasó con un muchacho, muy lindo, además, que venía dos veces a la semana. Estábamos charlando cuando escuchamos un violín. Te imaginás…

—¡No! ¿Trajo un violín? —preguntó Luz—. Por favor, contame —pidió mirando a Sheila

—Entré con él a la pieza, pero no le di importancia porque siempre venía con un estuche y nunca le pregunté qué traía. Nada. Salí para prepararme y cuando volví a entrar estaba sentado en la cama con el violín apoyado en el hombro y empezó a tocar una música que había hecho para mí.

—Me muero —dijo Luz abriendo grandes sus ojos verdes

—Nunca me pasó algo así y no sabía qué hacer. Lo escuché. Esa música a mí no me gusta, pero le dije que era precioso. Le mentí. Cuando salimos estaban estas brujas cagándose de risa y empezaron con sus chistes boludos. Lo perdí como cliente porque me dieron tanta manija con las bromas que empecé a tratarlo mal y no vino más.

—No nos eches la culpa a nosotras de tu carácter de mierda —dijo Donna mientras vertía el agua en el mate—. Venía muy seguido y estaba muerto con vos. No supiste llevarlo.

—En todo caso, será como vos al médico —replicó Sheila

—Eso fue distinto —corrigió Donna. No me traía un regalo como ése. El del violín, ese era un candidato a sospechoso por el ramo de flores. ¿Cómo se llamaba?

—Federico —respondió Sheila

—Como Chopin —acotó Brenda

—Y con el médico que dice Sheila, ¿qué pasó? —preguntó Luz mientras le daba un sorbo al mate.

—Un tipo muy pintón, ¿no? —consultó al resto Donna con la mirada

Las otras asintieron moviendo la cabeza.

—Entre cincuenta y cinco y sesenta años muy bien llevados. Alto, elegante, modales delicados y muy tierno en la cama. Se escapaba del consultorio que tenía acá cerca y venía una o dos veces a la semana cuando faltaba un paciente —dijo Donna bajando la vista.

—¿Te gustaba? —preguntó Luz

—Mucho —dijo Sheila—. Nos gustaba a las tres, pero siempre venía por Donna.

—¿Cómo empezó el romance? —preguntó Luz

—Un encuentro en la calle una tarde de lluvia —respondió Donna—. Me cubrió con su paraguas en la calle y me acompañó hasta la puerta. Me preguntó si podía visitarme y yo le dije lo que hacía sin vueltas. Ni se inmutó. Preguntó el precio y pasó. La primera vez no charlamos casi nada y se mantuvo en silencio mientras se vestía. En los siguientes encuentros me empezó a contar sobre su vida. Hasta me invitó a cenar.

—¡Epa! ¡Ésa no la sabíamos! —exclamó Brenda

—Nunca se los conté —confesó Donna—. Una noche maravillosa. La pasé muy bien. Fui muy nerviosa al encuentro y mientras charlábamos sentí que, pese a las diferencias, él me trataba con mucha ternura. Me trajo hasta acá y no quiso pasar. Yo no le dije que no pensaba cobrarle. Después me arrepentí. Me hubiese gustado dormir con él.

El silencio fue interrumpido por el sonido del último sorbo al mate. Donna tomó el termo para cebar otro y continuó:

—Una historia triste. Volvían de un viaje con la esposa y tuvieron un accidente en la ruta. Manejaba él y creo que siempre se sintió culpable de haber bebido. Estuvieron muy graves los dos, pero ella no volvió a caminar. La vida como pareja se terminó y hasta esa tarde de lluvia en que nos conocimos, no se había animado a engañarla. La noche de la cena inventó un encuentro de médicos, pero no podía quedarse a dormir conmigo.

—¿Durante cuánto tiempo te visitó? —preguntó Brenda.

—Un poco más de dos años —respondió Donna—. Dos escapadas semanales del consultorio y algún fin de semana.

—¿Y por qué dejó de venir? —preguntó Luz

—La mayor de sus hijas fue a visitarlo al consultorio para darle una sorpresa. Habló con su secretaria que no estaba al tanto de los motivos de sus salidas, pero le dijo que le preocupaban los cambios en su padre. Una tarde la hija lo siguió y tocó el timbre después de que él entró. En esos tiempos estaba la tana con nosotras y fue ella quien la atendió. Pidió hablar con su padre, pero la tana entró dejándola en la calle y no dijo nada hasta que salimos de la habitación. La hija lo esperó sentada en el umbral de la puerta de calle. Hablaron en un bar. A los pocos días me llamó para despedirse.

—¿Nunca lo llamaste? —preguntó Sheila

—Nunca. Durante meses tuve la esperanza de que volviera a llamar. Creo que esa esperanza me ayudó en momentos en que no quería venir. Después me puse un poco triste hasta que lo fui olvidando

El silencio fue el mismo que el que propicia el final de una película conmovedora. Luz lo interrumpió dirigiéndose a Brenda.

—¿Y vos, Brenda? ¿Quién se volvió loco por vos?

—Un tachero —respondió Brenda

—¿El de la gorra de cuero? —preguntó Sheila

Brenda asintió con la cabeza.

—Llegó la primera noche eufórico porque había ganado en el casino. Creo que se hizo la promesa de los jugadores, esa de gastar una parte en mujeres y otra en alcohol. Desparramó la plata sobre la cama y sospeché que me iba a pedir alguna cosa rara. Tenía esa locura que da el poder del dinero. Luego se sosegó, empezó a juntarla y se desvistió. Empezó a venir seguido pero algunas veces pasado de cocaína y se desaforaba bastante hasta que le puse los puntos y le dije que si lo veía en ese estado no lo atendía. Se rescató y nunca más volvió merqueado. Me despertaba ternura y pena a la vez. Una noche lloró como un chico contándome cómo había perdido a su familia por el juego. No podía ver a sus hijos. Perdió el trabajo, una casa, todo por el juego. Se hizo taxista. A veces me llamaba para hablar un rato y no quedábamos en nada. Me decía que me quería, si estaba dispuesta a dejar todo para vivir con él. Yo sabía que era incurable, que nunca iba a dejar el juego ni la coca, las dos cosas que más vértigo y adrenalina le generaban. Yo siempre decía: “Más adelante. No nos apuremos” Dejó de venir de golpe sin dar explicaciones. Unos meses después, buscándolo en las redes, me enteré que se había metido con el auto en un restaurante lleno de gente. Salió en los diarios. Me quedé helada. Me puso triste enterarme de que terminó así.

Las cuatro se quedaron en silencio observando el ramo de rosas blancas que dejaron sobre la mesa.

—¿Por qué no pensamos en de quién nos hubiese encantado recibir estas flores? —propuso luz

Pensaron en silencio las cuatro, pero ninguna confesó su deseo. Solo un imperceptible brillo en los ojos, un leve arqueo en las comisuras de los labios escondía un nombre que mantuvieron en secreto.

Llegó la hora de cerrar y se cambiaron para irse en silencio como nunca antes, sin risas ni comentarios al bajar por la escalera. A la mañana siguiente la mujer que hacía la limpieza encontró en la basura un pisoteado ramo de rosas blancas.

Fotos sueltas

 


En los primeros días del año 2017 Mar del Plata amaneció con el termómetro alcanzando la marca de los cuarenta grados. Sandra decidió ir a la playa para combatir el calor sofocante y para que el agua salada devolviese a su cuerpo parte de las lágrimas derramadas en los últimos días. Salió de su casa llevando solo lo indispensable para pasar allí unas horas, sabiendo que el lugar que frecuentaba en cada viaje estaba alejado de las playas principales y que la escasa concurrencia de público le daría el ambiente de tranquilidad que necesitaba. Dejó su auto a cien metros del sendero que desembocaba en la arena y caminó con un bolso colgado del hombro y una lona enrollada debajo del brazo. Miró el mar, la arena y lamentó no haber bajado su cámara de fotos. Las sandalias se hundían en la arena y sintió el rigor del calor en el empeine. Había un poco más de gente que las que había imaginado pero buscó un lugar apartado, se quitó la blusa, apoyó el bolso y se dirigió al agua movilizada por el deseo de zambullirse. 

En el mar, luego de nadar unos metros, flotó boca arriba, miró el cielo y se dejó invadir por la sensación de bienestar y paz que había venido a buscar. Sintió sed y regresó por el bolso. Tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar del lugar. Mientras regresaba mirando el sitio donde había dejado sus pertenencias, volvió a sentir el estilete de la angustia que la había sacudido unas semanas atrás en la última competencia hípica que había cubierto como fotógrafa. Treinta años ininterrumpidos de espléndida labor la colocaron en el lugar número uno. Mientras intercambiaba unas palabras con algunos de sus clientes alguien aprovechó su distracción y se alzó con el bolso donde tenía su equipo de cámaras y lentes. Al darse cuenta, el impacto fue tan grande que lloró desconsolada y por la angustia, tardó en explicarle el motivo de su llanto  a los que le preguntaban qué le sucedía. 

Volvió al mar en dos ocasiones para terminar de expulsar los restos de las malas sensaciones que soportó durante los últimos días posteriores al robo y que le alteraron las horas de sueño. Caminó lentamente hasta el auto y descubrió que habían roto el vidrio de la puerta del acompañante y se llevaron todo lo que encontraron. Además de los documentos personales, un bolso con seiscientas fotos que tomó durante la competencia y que había ensobrado para entregárselas a sus clientes. Volvió a llorar con furia y a angustiarse. Puso el auto en marcha y se disparó la alarma. Esa sorpresa la aturdió y la sacó de un tirón de la inercia que le había provocado el impacto. No pensaba en otra cosa que en regresar a su casa, denunciar el robo, inhabilitar las tarjetas y hacer un inventario para saber cuánto había perdido. 

Recorrió la casa con movimientos frenéticos, imprimió carteles de recompensa para quienes encontraran fotos de caballos. Mientras cumplía con los trámites de rigor fue pegando los carteles en distintas esquinas cercanas a la playa. Pensó en sus clientes que esperaban el material, en las horas de trabajo y en el ensobrado de seiscientas fotos que solo tenían valor para quienes estaban retratados en ellas. Era un segundo golpe contundente con unos pocos días de distancia con el primero. Cuando abrió el Facebook leyó el mensaje de su amiga Pato avisándole que un hombre encontró sus documentos y que había dejado un teléfono para que lo llamase. 

Era un hombre mayor que había encontrado su billetera y en ella los documentos personales, la cédula verde del auto y un pedazo de diario que tenía escrito a mano y con lápiz el nombre Eli y un teléfono. Esa fue la referencia para tratar de dar con la persona damnificada. Sandra le preguntó si cerca del lugar donde encontró la billetera no había visto fotos de caballos. Del otro lado de la línea escuchó un sobresalto y la respuesta de que había muchas fotos de caballos desparramadas en el suelo. Sandra se subió a su auto cuando la lluvia comenzaba y el agua del cielo se confundía con la de sus ojos. 

Cuando llegó al edificio donde vivía su benefactor el cielo se desplomaba en forma líquida sobre Mar del Plata. Corrió bajo la cortina de agua y en el cesto de la basura en la entrada del edificio vio una bolsa verde transparente que permitía ver que en su interior estaban las fotos que ella había tomado. Sacó la bolsa de la basura y corrió bajo la lluvia hasta el auto soportando el impacto del agua mezcladas con las palpitaciones del corazón. Hizo unos segundos de pausa frente al portero eléctrico tratando de calmarse un poco para poder hablar. El hombre la hizo pasar y le contó que las billetera que contenía los documentos estaba tirada en la vereda y muy cerca del lugar donde la encontró había cientos de fotos desparramadas por el viento de una competencia hípica, que en la billetera encontró el papel con el nombre Eli y en la llamada gastó todo el crédito de su celular explicándole a Eli su hallazgo suponiendo de que ella conocía a la dueña de los documentos. No quiso aceptar ninguna recompensa. Dijo que hizo lo que le correspondía hacer en estos casos. Sandra le agradeció y regresó a su casa con la mayor parte de las fotos recuperadas. En los días siguientes irían apareciendo otras de gente que leyó alguno de sus carteles y una particular de un obrero de la construcción de un edificio cercano al lugar donde halló las embolsadas que confesó habérsela quedado porque le encantaba la imagen. El hombre tampoco aceptó que Sandra se la obsequiara.

Cuando llegó a su casa llamó a su amiga Pato para preguntarle cómo se había enterado del llamado del hombre que encontró sus documentos. Pato le explicó que había estacionado cerca del almacén del barrio y la dueña del negocio salió a la vereda para preguntarle si ella era Sandra porque tenía puestas botas de equitación y cuando la había buscado por Facebook observó que eran muchas con el mismo nombre y apellido pero una tenía muchas fotos de caballos. Pato le contó que conocía a Sandra porque le había tomado muchas fotos y que tenía su contacto para avisarle. 

Unos pocos días atrás Sandra había entrado a la despensa de Eli para comprar artículos de limpieza. Mientras recogía productos vio un cartel que anunciaba el servicio de peluquería y manicuría y le preguntó si era ella quien los brindaba. La mujer asintió y le dijo que se llamaba Eli. Sandra le pidió el número de teléfono para acordar un horario y Eli lo anotó en el margen de una hoja de periódico con la que envolvía huevos y lo arrancó para entregárselo. Sandra tomó el papel y lo guardó en la billetera. 

Sandra pudo poner en orden la secuencia de episodios e imágenes unos días después cuando recordó el encuentro con Eli y la involuntaria omisión de grabar los datos en el teléfono para ubicarla y arrojar el papel de diario a la basura. Las fotos estaban en una bolsa verde porque así se identifica al material reciclable. El recolector de basura la hubiese recogido el día siguiente al que Sandra fue a visitar al hombre que encontró sus documentos.

𝐋𝐮𝐳 𝐝𝐞 𝐋𝐮𝐢𝐬 𝐨 𝐋𝐮𝐢𝐬 𝐝𝐞 𝐋𝐮𝐳

 


Unos amigos, Ariel y Silvana, me regalaron el libro “Spinetta – Fotografías de Eduardo Martí”

Esperé el momento para disfrutarlo como un buen whisky después de haber cenado.

Preparé mis temas de Luis (son varias horas) y me senté en el sillón del living mientras el ambiente se llenaba de música y poesía.

Eduardo Martí cuenta en el prólogo lo que significaba trabajar con Luis Alberto: no le gustaban los montajes preproducción, iba por el camino de improvisar con la intuición natural con los elementos disponibles en el momento de cada toma. Y hay fotos nacidas de esa impronta que son obras de arte y terminaron formando parte de sus discos.

No había entonces los elementos digitales que hoy corrigen detalles de luz. Habla de un segundo ciego entre el disparo y la imagen plasmada.

En una secuencia de fotos aprovecharon un auto Mercedes Benz 250 para tomar una foto de frente a la trompa del auto con las luces de sus faros encendidas iluminando a Luis desde atrás. Y luego, al pasar a la siguiente aparece ésta donde se nota que utilizan una luz colocada en el interior.

Cada registro es un hecho artístico único, preciso y también eterno como las canciones de Luis de Luz.

Dos breves

 

Ilustración Darío Parissi

La milonga

 

Todos los jueves a la misma hora se encontraban en las clases de tango de una milonga de Palermo. Se conocieron allí y en el tiempo en que compartieron la pista de baile no se dirigieron la palabra. Hablaban los cuerpos, una comunicación física, profunda, nunca verbal. Por el sensual roce en los movimientos percibían qué tipo de día había tenido el otro y el corazón de ambos galopaba cuando la maestra de tango indicaba el cambio de parejas. El hechizo se rompió una tarde en un paso cruzado hacia adelante cuando él nombró a una mujer.


Humberto

 

Cuando el exilio en México carcomía los recuerdos de su amada Buenos Aires Humberto Costantini apeló a los recursos del novelista y a la magia del poeta. Tomaba una guía que tenía el plano de la Capital en distintas hojas, señalaba un punto al azar a ciegas con su dedo índice y luego observando donde se había posado describía los mínimos detalles del lugar. De ese ejercicio nacieron brillantes poemas para su libro Cuestiones con la vida.


El loco

 


Me lo regaló un amigo. Está escrito por Hernán Brienza como una novela, una de esas historias que sabemos que termina con la muerte del protagonista. La diferencia es que a partir de esta muerte comienza otra historia en mi país. 

Fue el primer golpe de estado al último patriota que conservaba el espíritu de la Revolución de mayo, línea que continuaron Mariano Moreno (también muerto), Manuel Belgrano (olvidado en la miseria), José San Martín (exiliado) y José Gervasio Artigas (exiliado) 

En mi formación como estudiante, no entendí la ejecución de Dorrego, contada dentro de una ensalada de muertes en tiempos caóticos. 

Lavalle asesinó a Dorrego. No hubo juicio. Le dieron dos horas para que escribiera las cartas de despedida a su familia. 

Lavalle no actuó solo. Fue instigado a asesinar por hombres que hoy tienen calles y avenidas que llevan su nombre. Salvador María del Carril, Juan Cruz Varela, el Almirante Guillermo Brown le escribieron al asesino para “cortar la cabeza de la hidra, para desenvainar la espada que propiciará la paz” en cartas que “deben destruirse”, una orden o sugerencia que Lavalle no cumplió. El verdadero poder, como en la mafia, siempre a las sombras, siempre al acecho. 

Dorrego fue un destacado oficial del Ejército del Norte, líder nato de la tropa a cargo por su osadía en combate, un desmesurado arrojo que lo llevó a ganarse el mote de loco. Fue artífice de transformar en victorias batallas perdidas gracias a su arrebato indomable. 

Carismático y dueño de una brillante oratoria, supo ganarse el respeto y la admiración de unos y el odio de otros, entre ellos Pueyrredón quien dio la orden para su destierro. Después de una extraña aventura entre corsarios, terminó en Estados Unidos y allí observó el modelo republicano y de autonomía de estados. 

Su gobernación, además de tomar en cuenta al Interior y a sus caudillos, mejoró las condiciones de jornaleros y los sectores más humildes de la sociedad de entonces. 

Sus huesos volvieron a Buenos Aires un año después de su asesinato y el cortejo fue acompañado por una multitud. 

El centro del poder unitario y los que vinieron después aprendieron que el fraude y las armas para un golpe de estado son recursos posibles para mantenerse en el poder. 

Manuel Dorrego tuvo una larga lista de traidores que armaron el escenario para su caída política y su muerte, festejada con entusiasmo por cipayos y diplomáticos de la corona británica.

La niebla

Ilustración: Darío Parissi

Te sienta mal esa mueca,

el gesto de fastidio,

la expresión beligerante,

el brillo que en tus ojos

anticipa una tormenta.

 

Te sienta mal, no va con vos

esa señal de furia en el semblante,

tus brazos cruzados sobre el pecho

y los puntos suspensivos de un silencio.

 

Son esos momentos tan ingratos

en que olvido sin consuelo y sin remedio

las palabras de amor,

tu talle y las flores que te gustan.

 

Me detengo en repasar los pormenores,

busco la chispa del incendio,

las causas posibles y las otras,

las que no tienen nombre ni antecedentes criminales.

 

Y busco la punta del ovillo,

el nudo que enmaraña la madeja,

la nota disonante del acorde,

la ventana por la que entró la niebla.

La otra ruta

 

Foto: Gentileza de Diego Sylwan

Gustavo cerró la mochila acompañando sus movimientos con proporciones parecidas de rezos, insultos y maldiciones. El viaje iba a ser largo y no guardaba relación con el dinero disponible para llevarlo a cabo ni con el acopio de víveres que disciplinadamente reunió durante un mes. El plan inicial se fue modificando pero tenía muy claro que este viaje cerraba un capítulo de su vida y serviría de entrenamiento para emprender otro más profundo que se gestaba desde hacía un tiempo en su interior. Los últimos meses fueron tan convulsivos como el humor social que soportaba el país, envuelto en otra de las crisis que parecían no tener fin ni fondo. Estaba a punto de embarcarse en una aventura que lo pondría a prueba para medir fuerzas sobre cuánto era capaz de hacer, hasta dónde llegaría con su ímpetu inicial y cómo se vería afectado su espíritu ante cualquier circunstancia adversa. 

La ola del movimiento hippie que tanto influyó en la juventud en los años sesenta menguaba o mutaba hacia otras tendencias donde muchos jóvenes se lanzaban a la aventura de la vida nómade del mochilero o se afincaban en comunidades como El Bolsón, aunque Gustavo abrigaba la esperanza de recorrer el sur patagónico por la Ruta 3 hasta Ushuaia. No era una empresa menor pero en aquellos años muchos camioneros o viajantes de comercio que visitaban pueblos en sus automóviles levantaban en la ruta a quienes hacían dedo cargando sobre sus espaldas abultadas mochilas como la que él acababa de cerrar con tanto esfuerzo. 

Hay quienes dicen que el destino es un tejido de hilos invisibles y que solo Dios sabe en qué puntos ha de unirse y en cuales separarse pero hay hombres y mujeres que sin poseer la clarividencia para comprender el porqué de sus actos y sus decisiones intuyen que cada paso que dan tiene un sentido y cada impulso los rige, los hace más sabios y más nobles consigo mismos. Por eso fue natural para Gustavo llegar al camping de Villa Gesell y encontrar a Tatjana para enamorarse perdidamente de esa alemana que recorría Latinoamérica para explorarla sin rumbo fijo y que se sustentaba vendiendo artesanías que ella misma producía. La magnitud del eclipse alcanzó para que viajaran juntos a Buenos Aires donde a Gustavo lo esperaban cinco exámenes finales para recibirse de ingeniero. Después de los tres primeros, rendidos entre febrero y marzo, decidieron viajar al sur en los últimos días de marzo. 

Los cuarenta días de travesía se repartieron entre setenta y dos camiones y autos que transitaban la ruta tres. Ni en el mejor de los mundos pensaron que podían llegar a Ushuaia en tres días y que el viaje los forjaría de tal manera que la convivencia nómade los fortaleció hasta hacerlos sentir indestructibles. El viaje que emprendieron juntos se parecía tanto a la vida como la ruta que transitaban. A veces árida, poceada, en pendiente, en subida, con un horizonte que a golpe de vista resultaba interminable, luminosa, gris, soleada o lluviosa. Pasaron momentos en que se sentían diminutos ante el paisaje. Cielo y tierra se confundían en algunos puntos y bajo ciertas perspectivas. 

Fueron subiéndose por tramos a diferentes vehículos y unos kilómetros antes de llegar a Río Gallegos un hombre con una pickup se detuvo ante la señal autostop de una pareja de mochileros. Colocaron las mochilas en la caja donde transportaba todo tipo de enseres y libros que quedaron a resguardo cubiertos con una lona. En la cabina viajaron con otras dos personas. Fueron comentando el viaje y sus historias personales, compartiendo unos mates y algunas pitadas de cigarrillos. La ruta estaba desierta, y cuando el sonido monocorde del motor y el movimiento invitaban al sueño, fueron sobresaltados por una frenada brusca, imprevisible y alarmante. El conductor vio fuego por el espejo retrovisor en la caja de la camioneta. La colilla de cigarrillo que había arrojado por la ventanilla de la camioneta en movimiento cayó en la parte trasera y avivada por el viento de la marcha comenzó a devorar papeles y cartones. 

El descuido y esa brasa diminuta desataron el caos en la caja de la pick up. Se bajaron los cinco con la desesperación que inflamaba el desastre consumado. Fueron rescatando lo que podían entre las llamas y en esa lucha Gustavo se quemó los dedos de una mano. Al correr la lona descubrió con horror una garrafa, y con un coraje que nunca antes puso a prueba, la quitó tomándola del metal del envase caliente para quitarla de la caja que ardía. Lograron controlar el fuego y hacer un inventario de las pérdidas. La carpa en la que iban a dormir con Tatjana quedó destruída y la bolsa de dormir tenía un tajo que la atravesaba desde la cabecera a los pies. Separaron todo lo que el fuego destruyó, acomodaron en la caja de la camioneta lo rescatado y siguieron viaje. 

En Ushuaia repararon la bolsa de dormir mientras conversaban sobre la experiencia que pudo haber arruinado mucho más que el viaje. El incendio había sido una prueba más difícil que los exámenes que Gustavo acababa de rendir con éxito en Buenos Aires. En ésta evaluación no había horas de estudio, apuntes ni preparación. No era tampoco el reloj lo que los apremiaba. El abrazo nocturno conciliando el sueño dentro de la bolsa de dormir tenía otra dimensión. Flotaba entre ellos un elemento invisible: la confianza en el otro. Hablaron de la vida con otra profundidad luego de haberse encontrado cara a cara con la muerte. 

Volvieron a Buenos Aires y el 23 de mayo, después del último exámen de Gustavo partieron con la idea de recorrer Latinoamérica del mismo modo con el que llegaron a Ushuaia, con muy poco dinero y las artesanías de Tatjana, sin contemplar en sus cálculos que llegarían a Nueva York y que, desde allí, viajarían a Alemania donde vivían los padres de Tatjana. En distintos momentos y bajo distintas circunstancias las brasas de un fogón en Villa Gesell y una colilla en el sur Patagónico encendieron una llama poderosa, de esas que atraviesan el tiempo y los meridianos.

El dictado

 

Ilustración Darío Parissi

Tumbada en la arena gris de su melancolía,

esperada, impuntual como la primavera,

así la vi y me enamoré perdidamente.

Creí que era el comienzo de una historia

pero era ella quien narraba

y yo no cambié una coma a su relato.

Seguí la dieta de sus versos y sus imágenes oníricas,

quedé al amparo de sus pausas,

de esos interrogantes que nunca se responden.

Me condujo mansamente en el camino de la magia,

el ciclo de los astros, la luz de otras galaxias,

las dudas de los Dioses, los enigmas.

Y cuando no tuvo más que decir,

cuando su boca fue un aljibe,

cerró el libro como quien sopla una vela

y yo quedé sumergido en una oscuridad aterradora.

El traje de Mario

 


En los calurosos días del verano de 1987 compraba el diario todos los domingos, señalaba con un marcador los avisos de empleo publicados que me interesaban para recortarlos después y enviar mi currículum vitae por carta o agendar entrevistas en los horarios y días anunciados. Habían cambiado las condiciones en el trabajo que tenía y los ingresos no eran suficientes para mantener a una familia. Algunas necesidades urgentes como pagar el alquiler atrasado traían de la mano una carga de angustia y desolación. En esa búsqueda de empleo asistí a entrevistas de todo tipo y escuché exposiciones sobre venta de productos que, prestando una atención mínima, me resultaban vergonzosas.

 Empezaba con los destacados que suponía eran pagos por las empresas más importantes y con mejor remuneración. Los recortes de los avisos, luego de enviar la carta correspondiente, eran clasificados diariamente con una referencia de lo que había solicitado como pretensiones de remuneración. Cada recorte era un boleto al tren de la esperanza que semana a semana agotaba su recorrido en una búsqueda infructuosa. Muchas veces, eligiendo a uno de la carpeta solía decirme a mí mismo: de este lugar me van a llamar. La primera barrera era conseguir que sea atractivo el currículum. La entrevista vendría después si convencía al posible lector para finalmente exponer de la mejor manera mis condiciones para conseguir el anhelado y necesario empleo.

 Un domingo publicaron un aviso con la promesa de una buena remuneración y entre los requisitos exigían acudir a la entrevista con traje y corbata, dos elementos con los que no contaba en mi placard desde hacía años. Pensé en pedirlos prestados entre una lista de amigos y uno de ellos fue Mario, quien utilizaba trajes habitualmente para su empleo y vivía a pocas cuadras de mi casa. Lo fui a visitar y separó para mí el traje que consideró en mejores condiciones y una corbata llamativa para lucir con camisa blanca o celeste claro. Volví a casa con un saco y un pantalón de color gris para prepararme para la entrevista al día siguiente.

 Mario tiene una contextura física varios centímetros superior a la mía y las mangas del saco, las hombreras y el largo de la botamanga del pantalón me quedaban holgados. A esa dificultad se le sumaba que la tela era para media estación y estábamos soportando los calurosos y húmedos días de enero. No hubo tiempo para acondicionarlo mínimamente porque la entrevista se había anunciado para las primeras horas de la mañana, donde formamos una fila de unos cincuenta metros todos los que se presentaron con las mismas intenciones que yo.

 Una de las características que tenían esas convocatorias era que los candidatos nos observábamos y sopesábamos como si la imagen del otro nos diera indicios de su competitividad, inteligencia y conocimientos para el puesto. Me sentí incómodo, no solo porque se notara que el traje no me pertenecía sino porque la temperatura ya estaba alta y yo podía disimular el excesivo largo de las mangas del saco cruzándome de brazos pero no podía dejar de transpirar. Las expresiones de necesidad por el puesto vacante en los rostros nos hermanaba.

 Subí transpirando una incómoda escalera de metal para completar en una calurosa oficina un extenso formulario que incluía preguntas muy extrañas como si tenía algún pariente en las fuerzas armadas. La estructura, las paredes y el mobiliario me recordaron a las oficinas del cuartel donde presté servicios como soldado durante un año y seis meses. El viento de la democracia no había sido tan fuerte como para quitarnos la preocupación de esconder de la vista de nuestros ocasionales y obligatorios interlocutores el diario Página 12 y no perder puntos antes de comenzar a ganarlos.

 Sentado frente a mí en su escritorio, un hombre de mediana edad me hacía preguntas sobre mis estudios, mi familia, mi lugar de residencia, y ante cada respuesta, anotaba en un papel que, por los movimientos de su mano, me parecieron tildes. Unas gotas de sudor corrían desde mis sienes a mis mejillas y esto agregaba nuevas razones a mi incomodidad. Mantenía mis brazos doblados para disimular el largo de las mangas del saco y esperaba el fin de la entrevista como un boxeador que al borde del Knock out espera la campana que anuncia el fin del asalto. Imaginé que quien me entrevistaba notaba mi contrariedad y disfrutaba del momento esperando que yo abandonase. En los diez minutos posteriores al interrogatorio describió la tarea que consistía en organizar y despachar correspondencia, remesas, bolsines y que la labor tenía su punto final de la jornada cuando todo estuviese en orden y sin diferencias en los arqueos. Había un horario de entrada, ninguna referencia para el de salida. El sueldo no era bueno pero prometían mejorarlo de acuerdo a mi rendimiento y eficacia en los próximos meses. Eran motivos de despido las faltas y la impuntualidad al ingresar como al regresar del horario de almuerzo. Con un tono desprovisto de amabilidad me dijo que regresara para ser admitido esa misma tarde pero que antes pasara por una peluquería.

 Así como me sentí observado al subir las escaleras para ser entrevistado, tuve la misma incómoda sensación al descenderlas. El escozor que me provocaba la tela del traje me parecía que resultaban evidentes para quien me mirara. Tuve la sensación de que el número de escalones era mayor que en la subida y no veía la hora de salir de ese lugar que por su ambiente me recordó a mis días en el cuartel. Meses después supe que eran militares retirados quienes cumplían las funciones de gerentes o directores. Cuando pisé la calle el traje dejó de incomodarme. Me quité el saco y lo único que desentonaba con mi cuerpo era el pantalón demasiado largo. Me desajusté y quité la corbata, desprendí dos botones de la camisa y respiré profundo sintiéndome libre. El traje de Mario se anticipó a mi evaluación final haciéndome notar en carne propia y en cada minuto que ese trabajo no era para mí.

A un paso

 

Ilustración Darío Parissi

A un paso nada más,

solo a un paso,

aunque ese paso signifique un parpadeo o una eternidad.

Y yo la voy siguiendo

y ella se adelanta como si me percibiera,

ajusta el ritmo de su paso,

se aleja otro poco

y en su andar deja caer puntos suspensivos.

Puedo describir la estela que deja su perfume,

hipnotizarme con el vaivén de sus caderas,

manteniendo una secreta esperanza:

que gire la cabeza y me observe.

Persigo en el deseo un imposible.

Ella siempre se aleja y yo no cejo,

me agita la ansiedad,

me cohíbe su estatura,

respiro a su compás,

doy pasos a su medida,

espero una señal de mis antecesores.

aquellos que han sabido deslumbrarla,

seducirla, cuidarla con esmero

con imágenes brillantes, con impactantes metáforas,

con deliciosas palabras

El latido cabe en un renglón

y en una estrofa el Universo entero.