Son las diecinueve. Me bajo del auto para comprar cigarrillos. El frío es más intenso de lo que suponía, basta con mirar los vidrios para darse cuenta que estos días de junio vienen anticipando un invierno duro. Me encojo de hombros y levanto las solapas de mi viejo gamulán. El viento en la cara me quita la modorra y caminar es mucho mejor que sentarse a esperar dentro del coche.
Desde la caída de los cinco anoche no hay novedades. Se blanquearon los números en la morgue, según me dijo Ramón. Vuelta de página en el archivo, ingreso y pianola, señales, respetar el orden del procedimiento. Fin para los cinco, nada más. Semáforo verde, cruzo. Pueyrredón y Las Heras. Puedo pararme en esta esquina y reconocer al detalle los lugares destacados, las referencias y sus gentes con los ojos cerrados. Esto más que una gimnasia para la memoria, es una cuestión de seguridad que se confirma cuando abro los ojos y allí están el viejo de las flores, encorvado a la luz de una vidriera, separando el cambio chico para dárselo a los tacheros, el cura que pasa seis y media, apurado por el atraso, con un portafolios de cuerina negra, la vieja de la plaza, el gordito del kiosco de cigarrillos que hoy no para de reírse. Me viene bien para practicar un poco. Después de tantos días sin que pase nada estoy fuera de estado. Quedate quieto gordito, no te agachés que te convierto en un número. Ya está. Se nota que no tengo un carajo que hacer. Todo en orden, sin novedades. El movimiento de siempre y las caras de siempre. Me parece que hoy tambien me vine al pedo. Por la dudas me preparo porque reconocer al seis entre tanta gente no va a ser nada fácil. Eligieron una buena zona y habrá que estar listo.
El tipo que está en la esquina es el seis. Se bajó de un taxi en Gelly y Obes y camina despreocupado por la avenida Las Heras. Es de gran contextura física, conforme a los datos, cabellera tupida y canosa, tiene un saco sport de color claro, usa la corbata ligeramente desajustada, con el primer botón de la camisa blanca desabrochado. Lleva un perramus oscuro doblado en el brazo izquierdo. Se coloca el perramus y se frota las manos. Se detuvo para pedir fuego en la parada de los colectivos. Al seis le gusta sonreír, se mueve cómodamente en esta zona bacana, su vestimenta y su aire cortés son típicos de Barrio Norte. Tiene clase, pasa desapercibido para todos menos para mí que sé que es el seis. Llega al kiosco de diarios y revistas y se inquieta o se sorprende más bien con un titular del vespertino y vuelve la cabeza para terminar de leerlo. Toma un ejemplar. Vamos seis que estás caminando por la manga como la vaca rumbo al matadero. Al fin decide sacar uno de la pila, extrae del bolsillo del saco algo de dinero para pagar mientras sostiene el diario con la otra mano, sin apartar los ojos de la lectura. Extiende la palma abierta para recibir el vuelto y sin mirarlo lo guarda en el bolsillo. Cuarta página, tercera columna, ahí tenés que leer. Eso, ponete nervioso, seguí leyendo, enterate, fue culpa del cuatro. Sigue caminando muy preocupado ahora, no tan tranquilo. Tropezó con alguien presumiblemente tan distraído como él y levanto la vista como para pedir disculpas. Es una mujer delgada, de cabello oscuro, lleva un trajecito sastre color habano, muy elegante, secretaria ejecutiva de cajón. Se están excusando. Ella está de espaldas. Ahora gira. Sus gestos enmarcan perfectamente sus treinta o treinta y cinco años. Las primeras sonrisas del casual encontronazo se fueron diluyendo rápidamente y la conversación que sostienen es de frases cortas, precisas. Ella abre la cartera y saca algo que no puedo registrar bien. Es el siete. Ella es el siete. No me caben dudas. Parecía un encuentro casual pero se conocen. Son buenos actores. La sorpresa me inmovilizó un instante mientras ellos charlaban, un poco la sorpresa y otro poco el frío que me congela los dedos de las manos. El seis no disimula su nerviosismo al hablar, acompaña sus palabras con un vistazo general y permanente a la avenida. Aparta los ojos de la mujer para mirar por encima de sus hombros el movimiento de la cuadra.
El seis la toma suavemente del brazo colocándose a su izquierda, le señala la confitería de la esquina en un gesto entre enérgico y amable. Ella asiente con la cabeza y baja la vista, en una actitud de subordinación, sometimiento, inseguridad, más que de aprobación. Caminan por Las Heras con pasos cortos, rozándose. Es él el que habla mientras ella lo observa con mucha atención. Él mira al suelo al hablar y cada tanto levanta la vista para observar de reojo a la gente que pasa a su lado.
Yo retrocedo hasta la plaza atropellando a cuanto infeliz se me cruza en el camino y pidiendo disculpas a la carrera, jadeando de tanto faso y culo pegado a la silla, con medio pulmón en la boca. Me pesa hasta el gamulán y no me queda otra que acomodarme las cosas como pueda y seguir. En la carrera pisé un charco y siento la humedad en la media cerca del talón. Mierda con este frío. Tienen que aparecer ahora. Llegan a la confitería de Las Heras y Pueyrredón y el seis saca la mano del perramus para empujar la puerta y con la cabeza hace una leve y cortés reverencia. Es amable el seis, seguramente tan amable y refinado como el hijo de mil putas del cuatro. Ella entró en la confitería en silencio, con la cabeza gacha y señaló tímidamente una de las mesas cercanas a la ventana que da a Peuyrredón. Gracias por la gentileza, debo corregirme y decir que los dos son muy amables.
Se sentaron y él la toma de la mano sacudiéndola como si intentara despertarla o hacerla reaccionar. Ella levanta la vista y sonríe. El se echa hacia atrás con la silla. La mira de reojo, como viejo zorro que es. Imagino que tratando de adivinar cómo se enteró de lo de anoche. Porqué lo llamó por teléfono a él y le contó todo. Estás desconfiando seis. No te gusta que la tripulación abandone el barco cuando se hunde. Que huyan como ratas para todos los agujeros posibles y vos te quedés arriba, como buen capitán que sos. Además sabés, porque el tres te lo dijo, que ella y el cuatro se entendían muy bien desde hace un tiempo, que los amueblados no eran un lugar para citas como éstas.
El seis la sigue mirando sin decir nada, es como si intentara calcular su peso a ojo. Saca un paquete de cigarrillos del perramus y le convida mientras le hace el pedido al mozo. Ella le dio fuego y comienza a hablar en forma pausada, acompañando su relato con algunos dibujos que su índice traza sobre la mesa. El seis está muy interesado. Ella es muy linda, mucho más linda de lo que me había imaginado por su voz, tan parecida a la de Estela, nuestra operadora. Se acerca el mozo con los whiskys y ella deja de hablar, nerviosa y conmovida. Una vez servidos, el hombre hace una pregunta señalando el mantel nuevamente. Ella se niega con la cabeza y lo interrumpe, lo mira con furia, dice algo en un tono violento. Él vuelve a tomarla del brazo, la llama al orden, temeroso que las personas sentadas a las otras mesas los escuchen. Alguien que se detuvo para encender un cigarrillo, los ocultó un instante. El siete intentó irse pero él sin inmutarse dijo algo muy breve que la detuvo cuando ya había tomado la cartera y el abrigo. La mujer abrió grandes los ojos. Dentro de su sorpresa había algo de horror, abatimiento, indecisión. Se quedó tiesa, como si hubiese visto caer un rayo a dos metros suyo, con la mirada apuntando y disparando sobre el seis a quemarropa, varias veces. El seis volvió a dirigirse a ella en voz baja per de manera enérgica, mascullando insultos. Ella giró la cabeza mirando hacia la calle y pude verla mejor. Es realmente muy linda la siete, de ojos grandes y profundos, cualquiera diría que es abogada, arquitecta, o algo así. Él está agitado. Se pasa la mano por la frente y trata de serenarse. Golpea suavemente la mesa con las manos abiertas, enfatizando minuciosamente. Recalcó lo dicho varias veces en un tono muy bajo. Estira el cuello y se ajusta la corbata sacando pecho. Parece un gerente de fábrica hablándole a un empleado que vine a pedirle aumento, soberbio, poderoso, sin dejar lugar para el error o el equívoco, con una clase y firmeza dignas del seis. Por eso llegaste, por ser impersonal y preciso, exacto, trepador, tenaz, obsecuente. La mujer resopla fastidiada. Él saca un papel arrugado del bolsillo del saco y lo coloca sobre la mesa. Ella se desentiende. El vuelve a llamarla al orden y el siete al fin, asiente con disgusto. Siguen dialogando en un tono mucho más calmo ahora. Él llama al mozo, para pagarle seguramente, mientras da las últimas indicaciones. Se levantaron casi al mismo tiempo, después de pagar la cuenta y ahora caminan hacia la puerta como si estuviesen apurados, mirando sus relojes de pulsera.
Están en la vereda. El se coloca el perramus. La veo otra vez a ella de cuerpo entero. Recuerdo que con Ramón, habíamos hecho una apuesta cuando pinchamos el teléfono hace dos meses. Habíamos arreglado una cena para el que acertaba en qué número aparecía una voz femenina. Yo dije el siete. La séptima llamada la hizo ella. Los primeros cinco cayeron anoche. El seis está en la manga y es una lástima que vos, siete, también caigas. Él vuelve a ofrecerle cigarrillos. Los tengo a los dos de frente y saco la última foto, última y mejor para dos copias. Desde mi posición puedo ver el vapor que exhalan de sus bocas claramente. Hace mucho frío y yo estoy medio congelado, satisfecho por el deber cumplido y pensando en la cara del Oficial Principal al mirar mi trabajo. Ansioso por contarle a Ramón cómo apareció el siete y que vea las fotos. Mientras guardo la cámara en la guantera del auto los veo caminar por Las Heras en dirección a Azcuénaga, derechitos por la manga, en cuyo final espera un gatillo distinto al de mi cámara que pondrá punto final al trabajo.