En la manga

 

Ilustración: Darío Parissi

Son las diecinueve. Me bajo del auto para comprar cigarrillos. El frío es más intenso de lo que suponía, basta con mirar los vidrios para darse cuenta que estos días de junio vienen anticipando un invierno duro. Me encojo de hombros y levanto las solapas de mi viejo gamulán. El viento en la cara me quita la modorra y caminar es mucho mejor que sentarse a esperar dentro del coche. 

Desde la caída de los cinco anoche no hay novedades. Se blanquearon los números en la morgue, según me dijo Ramón. Vuelta de página en el archivo, ingreso y pianola, señales, respetar el orden del procedimiento. Fin para los cinco, nada más. Semáforo verde, cruzo. Pueyrredón y Las Heras. Puedo pararme en esta esquina y reconocer al detalle los lugares destacados, las referencias y sus gentes con los ojos cerrados. Esto más que una gimnasia para la memoria, es una cuestión de seguridad que se confirma cuando abro los ojos y allí están el viejo de las flores, encorvado a la luz de una vidriera, separando el cambio chico para dárselo a los tacheros, el cura que pasa seis y media, apurado por el atraso, con un portafolios de cuerina negra, la vieja de la plaza, el gordito del kiosco de cigarrillos que hoy no para de reírse. Me viene bien para practicar un poco. Después de tantos días sin que pase nada estoy fuera de estado. Quedate quieto gordito, no te agachés que te convierto en un número. Ya está. Se nota que no tengo un carajo que hacer. Todo en orden, sin novedades. El movimiento de siempre y las caras de siempre. Me parece que hoy tambien me vine al pedo. Por la dudas me preparo porque reconocer al seis entre tanta gente no va a ser nada fácil. Eligieron una buena zona y habrá que estar listo. 

El tipo que está en la esquina es el seis. Se bajó de un taxi en Gelly y Obes y camina despreocupado por la avenida Las Heras. Es de gran contextura física, conforme a los datos, cabellera tupida y canosa, tiene un saco sport de color claro, usa la corbata ligeramente desajustada, con el primer botón de la camisa blanca desabrochado. Lleva un perramus oscuro doblado en el brazo izquierdo. Se coloca el perramus y se frota las manos. Se detuvo para pedir fuego en la parada de los colectivos. Al seis le gusta sonreír, se mueve cómodamente en esta zona bacana, su vestimenta y su aire cortés son típicos de Barrio Norte. Tiene clase, pasa desapercibido para todos menos para mí que sé que es el seis. Llega al kiosco de diarios y revistas y se inquieta o se sorprende más bien con un titular del vespertino y vuelve la cabeza para terminar de leerlo. Toma un ejemplar. Vamos seis que estás caminando por la manga como la vaca rumbo al matadero. Al fin decide sacar uno de la pila, extrae del bolsillo del saco algo de dinero para pagar mientras sostiene el diario con la otra mano, sin apartar los ojos de la lectura. Extiende la palma abierta para recibir el vuelto y sin mirarlo lo guarda en el bolsillo. Cuarta página, tercera columna, ahí tenés que leer. Eso, ponete nervioso, seguí leyendo, enterate, fue culpa del cuatro. Sigue caminando muy preocupado ahora, no tan tranquilo. Tropezó con alguien presumiblemente tan distraído como él y levanto la vista como para pedir disculpas. Es una mujer delgada, de cabello oscuro, lleva un trajecito sastre color habano, muy elegante, secretaria ejecutiva de cajón. Se están excusando. Ella está de espaldas. Ahora gira. Sus gestos enmarcan perfectamente sus treinta o treinta y cinco años. Las primeras sonrisas del casual encontronazo se fueron diluyendo rápidamente y la conversación que sostienen es de frases cortas, precisas. Ella abre la cartera y saca algo que no puedo registrar bien. Es el siete. Ella es el siete. No me caben dudas. Parecía un encuentro casual pero se conocen. Son buenos actores. La sorpresa me inmovilizó un instante mientras ellos charlaban, un poco la sorpresa y otro poco el frío que me congela los dedos de las manos. El seis no disimula su nerviosismo al hablar, acompaña sus palabras con un vistazo general y permanente a la avenida. Aparta los ojos de la mujer para mirar por encima de sus hombros el movimiento de la cuadra. 

El seis la toma suavemente del brazo colocándose a su izquierda, le señala la confitería de la esquina en un gesto entre enérgico y amable. Ella asiente con la cabeza y baja la vista, en una actitud de subordinación, sometimiento, inseguridad, más que de aprobación. Caminan por Las Heras con pasos cortos, rozándose. Es él el que habla mientras ella lo observa con mucha atención. Él mira al suelo al hablar y cada tanto levanta la vista para observar de reojo a la gente que pasa a su lado. 

Yo retrocedo hasta la plaza atropellando a cuanto infeliz se me cruza en el camino y pidiendo disculpas a la carrera, jadeando de tanto faso y culo pegado a la silla, con medio pulmón en la boca. Me pesa hasta el gamulán y no me queda otra que acomodarme las cosas como pueda y seguir. En la carrera pisé un charco y siento la humedad en la media cerca del talón. Mierda con este frío. Tienen que aparecer ahora. Llegan a la confitería de Las Heras y Pueyrredón y el seis saca la mano del perramus para empujar la puerta y con la cabeza hace una leve y cortés reverencia. Es amable el seis, seguramente tan amable y refinado como el hijo de mil putas del cuatro. Ella entró en la confitería en silencio, con la cabeza gacha y señaló tímidamente una de las mesas cercanas a la ventana que da a Peuyrredón. Gracias por la gentileza, debo corregirme y decir que los dos son muy amables. 

Se sentaron y él la toma de la mano sacudiéndola como si intentara despertarla o hacerla reaccionar. Ella levanta la vista y sonríe. El se echa hacia atrás con la silla. La mira de reojo, como viejo zorro que es. Imagino que tratando de adivinar cómo se enteró de lo de anoche. Porqué lo llamó por teléfono a él y le contó todo. Estás desconfiando seis. No te gusta que la tripulación abandone el barco cuando se hunde. Que huyan como ratas para todos los agujeros posibles y vos te quedés arriba, como buen capitán que sos. Además sabés, porque el tres te lo dijo, que ella y el cuatro se entendían muy bien desde hace un tiempo, que los amueblados no eran un lugar para citas como éstas. 

El seis la sigue mirando sin decir nada, es como si intentara calcular su peso a ojo. Saca un paquete de cigarrillos del perramus y le convida mientras le hace el pedido al mozo. Ella le dio fuego y comienza a hablar en forma pausada, acompañando su relato con algunos dibujos que su índice traza sobre la mesa. El seis está muy interesado. Ella es muy linda, mucho más linda de lo que me había imaginado por su voz, tan parecida a la de Estela, nuestra operadora. Se acerca el mozo con los whiskys y ella deja de hablar, nerviosa y conmovida. Una vez servidos, el hombre hace una pregunta señalando el mantel nuevamente. Ella se niega con la cabeza y lo interrumpe, lo mira con furia, dice algo en un tono violento. Él vuelve a tomarla del brazo, la llama al orden, temeroso que las personas sentadas a las otras mesas los escuchen. Alguien que se detuvo para encender un cigarrillo, los ocultó un instante. El siete intentó irse pero él sin inmutarse dijo algo muy breve que la detuvo cuando ya había tomado la cartera y el abrigo. La mujer abrió grandes los ojos. Dentro de su sorpresa había algo de horror, abatimiento, indecisión. Se quedó tiesa, como si hubiese visto caer un rayo a dos metros suyo, con la mirada apuntando y disparando sobre el seis a quemarropa, varias veces. El seis volvió a dirigirse a ella en voz baja per de manera enérgica, mascullando insultos. Ella giró la cabeza mirando hacia la calle y pude verla mejor. Es realmente muy linda la siete, de ojos grandes y profundos, cualquiera diría que es abogada, arquitecta, o algo así. Él está agitado. Se pasa la mano por la frente y trata de serenarse. Golpea suavemente la mesa con las manos abiertas, enfatizando minuciosamente. Recalcó lo dicho varias veces en un tono muy bajo. Estira el cuello y se ajusta la corbata sacando pecho. Parece un gerente de fábrica hablándole a un empleado que vine a pedirle aumento, soberbio, poderoso, sin dejar lugar para el error o el equívoco, con una clase y firmeza dignas del seis. Por eso llegaste, por ser impersonal y preciso, exacto, trepador, tenaz, obsecuente. La mujer resopla fastidiada. Él saca un papel arrugado del bolsillo del saco y lo coloca sobre la mesa. Ella se desentiende. El vuelve a llamarla al orden y el siete al fin, asiente con disgusto. Siguen dialogando en un tono mucho más calmo ahora. Él llama al mozo, para pagarle seguramente, mientras da las últimas indicaciones. Se levantaron casi al mismo tiempo, después de pagar la cuenta y ahora caminan hacia la puerta como si estuviesen apurados, mirando sus relojes de pulsera. 

Están en la vereda. El se coloca el perramus. La veo otra vez a ella de cuerpo entero. Recuerdo que con Ramón, habíamos hecho una apuesta cuando pinchamos el teléfono hace dos meses. Habíamos arreglado una cena para el que acertaba en qué número aparecía una voz femenina. Yo dije el siete. La séptima llamada la hizo ella. Los primeros cinco cayeron anoche. El seis está en la manga y es una lástima que vos, siete, también caigas. Él vuelve a ofrecerle cigarrillos. Los tengo a los dos de frente y saco la última foto, última y mejor para dos copias. Desde mi posición puedo ver el vapor que exhalan de sus bocas claramente. Hace mucho frío y yo estoy medio congelado, satisfecho por el deber cumplido y pensando en la cara del Oficial Principal al mirar mi trabajo. Ansioso por contarle a Ramón cómo apareció el siete y que vea las fotos. Mientras guardo la cámara en la guantera del auto los veo caminar por Las Heras en dirección a Azcuénaga, derechitos por la manga, en cuyo final espera un gatillo distinto al de mi cámara que pondrá punto final al trabajo.

Aquellos días con Elpidio

 


Durante décadas la mayoría de los presidentes latinoamericanos tenían dos sueños recurrentes: terminar su mandato sin que lo interrumpa un golpe de estado o un extraño accidente mientras bebían un té medicinal, y ver su busto y su nombre en una plaza donde las palomas le devolverían en cuotas lo que ellos descargaron sobre su pueblo alguna vez. 

Elpidio Buffarretti no fue la excepción aunque su mandato dejó una huella imborrable entre los historiadores al analizar la increíble capacidad creativa del ex funcionario para resolver diferentes problemas de la vida pública de un país subdesarrollado en Latinoamérica. 

Los diarios de la época cambiaron radicalmente su formato durante su presidencia y no había ni siquiera en el período de vacaciones una tapa que no tuviera titulares con letra de molde catástrofe. Algunos de esos títulos, los más llamativos, fueron recopilados en el best seller del periodista Benito Atilio Malatesta. 

Fin de año a todo o nada!!!!

Ruido en los cuarteles

Se dividió la sociedad

No somos nada

Últimos en el ranking del Banco Mundial y sin miras de mejorar

Otra vez la violencia y el Gobierno mira para otro lado

Así no se llega a fin de mes 

Aunque su gabinete fue el más numeroso de la historia del país con 114 ministerios y 302 asesores, para sus decisiones trascendentales recurría a su gurú personal, el Toti Menéndez, especialista en runas, lectura de la borra del café y espiritismo, quien le trazaba un mapa sobre las posibles condiciones para su éxito como si se tratara del servicio meteorológico junto con algunos pálpitos en los juegos de azar y las carreras de caballos. 

Fue Menéndez quien lo aconsejó para que se acercara al mundo de la farándula, a las vedettes de moda, a las fiestas empresarios y al mundo del deporte incitándolo a participar de manera activa y pública, como protagonista, mostrándole con un compilado de videos de los más destacados en cada disciplina que no había secretos en el basquet, en el fútbol o en el automovilismo para convertirse en una estrella. En cada acto oficial, y a su lado, estaba el Toti Menéndez con sus runas, siete velas y su lechuza. 

Cuando decidió disolver el congreso porque obstaculizaba sus proyectos para la grandeza de la Patria, lo reemplazó por comisiones conformadas por los más exitosos empresarios del país bajo el lema: “Si a ellos les va fenómeno, al país también” 

Fue criticado desde el exterior cuando modificó la Corte Suprema de Justicia convocando a presidirla a su hijo Octavio, que no era formado en leyes pero se había destacado como ceramista. Dispuso que en otros lugares importantes del gobierno estuvieran varios familiares tan destacados como su hijo. 

No fue difícil ubicar a sus ex ministros, alojados todos ellos en el mismo pabellón de la cárcel de Punta Rodete aunque el ex mandatario fue el único del gobierno que consiguió huir, sus colaboradores no le guardan rencor y siguen admirando esa chispa sagrada de los inmortales para no caer en las garras del fracaso. 

Domingo Alcaparra, su irreemplazable ministro de economìa, hoy en un sector especial de la penitenciaría para protegerlo de los presos comunes, nos cuenta lo que él considera una de sus grandes perlas: 

Un día toqué desesperado la puerta del despacho y le dije: “Elpidio, se nos vienen encima los vencimientos de fin de año y no tenemos cómo cubrir la deuda”. Lo vi mirar el calendario que siempre tenía a mano en el escritorio y ponerse a escribir sobre su block con frenesí. Cuando llegué a casa me enteré por la televisión: con un decreto aplazó el fin de año hasta el 20 de abril. Aunque la gente hoy diga que les arruinó la organización de las fiestas y los aguinaldos y todas esas pavadas, salvó al país de un derrumbe financiero que no lo arreglaba ni Cristo.” 

Si bien durante el último tramo de su ciclo como presidente hubo más días de paro que laborables (hecho hasta entonces inédito), la organización obrera rescata que el marco de diálogo siempre fue perfecto con el sector. “Lo hacíamos en la quinta con asado, vino, traía músicos y salíamos todos abrazados. Dos días después nos dábamos cuenta que no habíamos conseguido nada a nivel gremial, así que pedíamos otra reunión en su agenda que nunca fue antes de seis meses” 

Pasaron diez años para que las investigaciones pusieran a luz uno de los encubrimientos más escalofriantes. 

Sobre el final del segundo año de su mandato promocionó durante meses un fin de año a toda orquesta celebrando los logros de su gobierno, empapeló las ciudades y financió el viaje de miles de personas que partían de distintos puntos del país hasta Garramendia, extraño lugar para la mayoría de los habitantes donde se iban a realizar los festejos y el lanzamiento de fuegos artificiales como nunca antes se había visto ni en Europa. La gente quedó perpleja a las 0 del nuevo año cuando vio que el cielo estaba iluminado y la tierra se movía con las explosiones. Perfectamente sincronizado con los festejos, se hizo volar un polvorín donde se investigaba la venta ilegal de armas, con varios funcionarios del gobierno de Elpidio Buffarretti en carácter de  sospechados. Hubiese sido un éxito rotundo si se hubieran evitado que las explosiones tiraran  abajo las casas de medio barrio obrero de las cercanías de Garramendia, no lamentándose víctimas fatales porque todos estaban a diez kilómetros de sus casas embobados con el despliegue de fuego y luces. 

En menos de tres meses el país pasó por cincuenta y siete conflictos diplomáticos con otros países donde sus embajadores terminaron expulsados, trece de esos conflictos fueron con superpotencias que amenazaron con invasión militar. Una noche de Pascuas se dirigió al pueblo en un mensaje en cadena diciendo entre otras cosas: “Han bloqueado nuestro puerto con una flota. No bloquearán nuestra esperanza. Con la verdad no temo ni ofendo. Como devoto cristiano creo en la resurrección y cuando esto ocurra, ay de ellos” 

No menos célebre fue su discurso en un país en llamas, con miles de personas manifestándose en las calles en protesta por el  desabastecimiento y las corridas cambiarias. “Se derrama más sangre en las corridas de toros y nadie mueve un dedo por ese pobre animal que nos da la leche y el cuero”. 

La Juventud Buffarretista fue el escudo humano con el que pudo subirse al jet que lo llevaría a las Galápagos mientras decía a los que se agolpaban furiosos para agredirlo “no empujen que entramos todos, sean civilizados. El Mundo nos está mirando”

Nelly

 


Hoy, en la mitad de mi segunda semana de vacaciones, escribí un poco. Me traje un par de textos incompletos, una idea a desarrollar sobre un nuevo espectáculo y algunos borradores. Comencé un proyecto nuevo inspirado en una corta caminata desde el lugar donde me hospedo hasta la rambla, aproximadamente una cuadra y media, con la intención de encontrar vacío el banco en el que una tarde conversamos con mi hermana sobre insolubles conflictos familiares, anhelando que su magia continuase intacta y que yo pudiese hacer viajar a mi corazón al otro lado del río, donde no lejos de su casa, en una cama extraña, con una máscara de oxígeno colocada, mi madre esperaba que la batería de antibióticos venciera a una neumonía. Llevé un solo cigarrillo, el encendedor y las llaves del departamento que me prestó un generoso amigo, quien a esta hora en que yo escribo, duerme.

Cuando me enteré de la noticia sobre la internación de mi madre quedé fijado, suspendido, en ciertas imágenes, en algunas fotos de la infancia y en una vida que lleva noventa y un años en los que le cuesta encontrar momentos de felicidad, y allí queda, ante la insólita pregunta, detenida, repasando un arduo inventario como un buscador de perlas.

Nada de lo que sus hijos podamos hacer parece suficiente. Ella no demanda otra cosa que atención pero no puede elegir qué le gustaría hacer, a quién visitar, qué lugar cercano recorrer. Entonces si resultan dolorosos, agraviantes los reclamos de los domingos después del almuerzo cuando le pedimos que se mueva como su médico prescribe, como da cuenta la lógica para conservar la salud. Muchas veces responde con una verdad irrefutable: no tiene ganas, ya hizo mucho, ya cocinó los suficientes platos para todos, ya planchó camisas y delantales escolares, ya rezó por todos y nos cuidó en fiebres, paperas, sarampiones, ya atravesó la densa bruma de los miedos cuando llegó el momento de cumplir con el  servicio militar obligatorio y luego la guerra de Malvinas. Cuando una peritonitis exigió cuarenta y ocho horas de espera para saber si su hijo mayor se salvaba o pasaba a reposar en el Parque de los quietos. Ya pasó por el sufrimiento de una hija ante cada cura de su oído, y nosotros creíamos que había exageración en esos gritos hasta que nos enteramos que sus tímpanos perforados estaban en carne viva y las tres gotas que había que administrarle tenían una alta dosis de alcohol. Ahora pareciera que esos hijos toman revancha de arcaicos retos y penitencias y los devuelven con tasa de interés incluída.

Lleva un peso enorme en las espaldas, un kilo por cada año donde fue descubriendo que no existe la familia perfecta, del doloroso error al construir un hogar en la casa de sus suegros, de tener que compensar el invalorable asilo con el cuidado y el oficio de enfermera para ellos cuando pasaron los años como a ella le pasaron. No quiere recordar su infancia en Alpachiri, Tucumán, su viaje a Buenos Aires, sus trabajos como empleada doméstica en familias acomodadas de zona norte, un barrio residencial donde una tarde, en un colectivo, se encontró con mi padre.

Ya habló lo que tenía que decir, sin saber si perdonó imperdonables infidelidades, la férrea y despótica disciplina que impuso un suegro de personalidad explosiva, porque al fin de cuentas era su casa y bajo su arbitrio nacían y se cumplían las reglas.

Una inteligencia superior la alumbraba, desaprovechada por un autoexilio en una comarca cuyos límites los marcaban una cocina y un lavadero. Sabía lo elemental y con eso le alcanzaba para hacer proezas con la economía familiar con los exiguos ingresos de un marido taxista y luego camionero en una fábrica textil.

Inmenso viaje hizo en un tren más largo que el transiberiano y más añorado que el Estrella del Norte, servicio de ferrocarril que la trajo a Buenos Aires como antes había traído a su tía, y que la llevó de regreso pocas veces, incluso conmigo muy pequeño en una travesía que selló mi amor incondicional por los trenes.

Tiene sus secretos bien guardados, lecturas de situaciones en que la ha guiado más su intuición que su razonamiento, escuchas fraccionadas con las que supo hilvanar la trama completa que la motivó. Una chispa de humor ácido e ingenio que a veces acompañaba con un gesto de picardía o una risa silenciosa. Una inteligencia superior para conseguir lo que quería sin pedirlo, para lograr una aprobación, habilidad que me inspiró a bautizarla como “El Cardenal Richelieu". En algunos desvaríos por su enfermedad soltó algunas frases que nos parecieron incongruentes pero que estoy seguro tendrían su sustento.

Lleva consigo escenas de dolor imborrables. Yo fui testigo de dos: cuando volvió de la clínica donde nació la menor de mis hermanas y Haydee, la esposa de mi tío Ernesto, mientras ella almorzaba, le recriminó la falta de conciencia para traer al mundo a un tercer hijo cuando a duras penas podían sostener a dos.

Mi padre estaba en el dormitorio cuando escuchó los gritos y su intervención originó la ruptura definitiva con su hermano, una división familiar que se sostuvo con el tiempo y marcó el fin de las fiestas familiares compartidas. El otro lado de la historia dice que mi tío Ernesto, de mejor posición económica que mi padre, comparaba suertes con su hermano, esgrimiendo que mi padre con sus magros ingresos pudo tener tres hijos y él con lo abultado de los suyos solo dos. Este reclamo había sido la mecha que detonó la discusión. Mi hermana menor cargó con el estigma de haber dividido a la familia con su llegada al mundo.

En ciertos ciclos de su enfermedad, en un discurso catártico, repasa como en un rosario las penurias desentendiéndose de eso que llaman destino.

En todos estos años la vi perder el control en dos ocasiones: la última fue en un brote de su demencia temporal transitoria cuando llegué a su casa acompañado de mi pareja de entonces cuando ella me había pedido hablar a solas. Se convirtió en un volcán de gritos e insultos. La primera fue una tarde, cuando antes de poner a lavar los pantalones de trabajo de mi padre, vació sus bolsillos y encontró una carta de amor que le había escrito a mi padre una mujer.

Su viaje a Córdoba no tuvo muchas explicaciones: “Mamá necesita descansar” fue la respuesta oficial. Pasó unos días en la casa de su tía Alcira. No sé si además de asilo recibió consejos. No sé si meditó sobre lo que había pasado. La historia volvió entre quejas una tarde, muerto ya mi padre, ante sus hijos, en un discurso catártico, sin comas ni puntos seguidos, en uno de esos sermones que detonaba la demencia, para que tomemos nota de que en la vida hay episodios que no sepulta el olvido.

La vida en color sepia, como el suplemento que venía con el diario La prensa los domingos. Mario Levrero, el escritor uruguayo, quiso escribir la novela luminosa. El lado luminoso de la novela sobre la vida de mi madre está en los capítulos que hablan del amor incondicional para sus hijos, por los amigos de sus hijos, a quienes les daba el cariño que según percibía acertadamente les faltaba. Marcelo, mi amigo de la infancia, vivió en su casa unos meses. Varios compañeros de colegio pasaban de visita para recibir un poco del sol del hogar y eso la reconfortaba tanto como vernos disfrutar su tarta de duraznos y su torta trenzada de vainilla con limón. Era generosa en gestos amorosos. Silvina, una amiga de la secundaria y su beba tuvieron asilo en momentos difíciles. Silvina me dijo que nunca le preguntó ni le cuestionó nada, que allí estaba Nelly con su plato de comida y su gesto maternal para escuchar lo que quisiera decir. Cuentan que una vez, siendo un bebé, me dejó sin aire en medio de besos y abrazos. Ella contaba que me llevó al pediatra porque no lloraba y el médico se rió porque el llanto era el reclamo común de las madres y ella lo estaba consultando por mi silencio.

Así como inspiró mi amor a los trenes, me inició en el vicio de la correspondencia epistolar, cuando agregábamos algo de nuestra actualidad a una carta que ella les escribía a sus hermanos en Tucumán o a su tía en Australia. El amor por la correspondencia, como el de los trenes, se sostiene hasta hoy y aquello que en mi infancia me parecía mágico, hoy me resulta imprescindible. Poner la voz en una carta, poner el alma. Antes que germinaran las primeras poesías y las primeras letras de canciones escribí esas cartas. Ella y mi padre me convencieron de que escribía bien, que tenía talento para la poesía y la prosa. Una herencia que impregna mi escritura y mi inmenso amor por la literatura. La vereda del sol de su lado luminoso.

La música y yo

 


La música, entre otras propiedades indiscutibles, tiene un efecto reparador sobre mí y mis estados de ánimo. En estos momentos, mientras escribo, suena Fiona Apple, una artista que descubrí gracias al Maestro Claudio Lafalce en su estudio de grabación mientras trabajábamos en mi disco. 

Hay personas que para cambiar el ambiente, la energía, las vibras de un lugar, encienden un sahumerio. Yo pongo música. Mis gustos son amplios. Charly tiene la virtud de pulsar mis cuerdas íntimas con sus acordes y con sus letras. El tío Paul o el tío John, Génesis, Yes, Liszt, Fito, Spinetta, música uruguaya forman parte de mis listas musicales que pueden durar sonando horas, no importa en qué momento del día. Y cuando descubro a alguien que me conmueve lo busco en Internet para escucharlo. He perseguido durante años canciones que escuché una sola vez. La querida Mariluz Pagani, cuando la angustia le pesaba como un yunque en el medio del pecho ponía el Adagio de Albinoni y lloraba despojándose de todo el lastre. Muchos hablan sobre el poder sanador de Mozart y hay pruebas efectuadas con pacientes internados en hospitales. ¿Amadeus sabía algún secreto sobre la combinación de algunas notas? ¿Porqué para Beethoven la Quinta sinfonía es Dios llamando a la puerta?

Cuando hijos o amigos me recomiendan escuchar el trabajo de alguien recurro al rito de la adolescencia: me siento en un sillón cómodo y lo escucho con atención, no lo pongo de fondo para hacer otra tarea. No me distraigo del mensaje que están intentando enviarme. Así sucedió con Keith Jarret hace poco, un disco recomendado por mi amiga Adriana Grotto en una carta hace años y encontrado por mi hija por la descripción que yo mantenía viva sobre la tapa de esa joya.

Siempre digo que el humor es sagrado para mí. La música también. Recuerdo con mucho cariño ciertas viejas escuchas de discos en casa de amigos. La máquina de hacer pájaros, a 18 minutos del sol, Gismonti. Permanece intacto en la memoria el préstamo de mi amigo Ariel Presta (no es un juego de palabras) cuando me confió el doble de “Adios Sui Géneris”

Están cercanos también, con inalterable precisión, algunos recitales e inflo el pecho cuando cuento que escuché “Inconsciente colectivo” antes de que apareciera editada en un disco inolvidable.

Las aplicaciones ayudaron a contar con música mientras viajo, a cicatrizar alguna herida, a tener presente que dentro del basural en que se ha convertido el mundo en que vivimos, con sus miserias, con sus guerras, existe la música que siempre ayuda a anestesiar o a hacer más soportable el dolor.

Cuando pienso en todos los libros que están pendientes de mi lectura también pienso en toda la música que no escuché.

Las elecciones musicales son tan variadas como los días y sus climas. Puede que los huesos me pidan algo con buen ritmo, temas más relajados, más sinfónicos, más ricos en melodías, más conmovedores en sus letras. Recuerdo a gente que ya no frecuento por sus recomendaciones musicales. Cuando vivía en Palermo el dueño de un kiosco que estaba a una cuadra de mi casa me recomendó a Joaquín Sabina. Yo solo había escuchado, maravillado por la letra, Pacto entre caballeros, donde Joaquinito describe una noche de juerga con un trío de bandoleros que fue a asaltarlo, lo reconocieron y terminaron en una noche de excesos que selló un acuerdo que Sabina cumplió: hacerles una canción. En breve me hice de todos los discos y escuché con atención sus letras.

Una tarde Bobby Flores, en su programa de radio, nos angustió a todos con su consigna: ¿qué disco rescatarías para pasar tu vida en una isla desierta? Él eligió Revólver de los Beatles. Yo creo que el primer doble solista de Charly que incluye la banda sonora de la película “Pubis angelical” en uno y “Canción de dos por tres” en el segundo.

Voy a cortar acá porque el disco que estaba escuchando llegó a su fin.

Hábleme de Guarnerio

 


Durante diez años ininterrumpidos ocupó merecidamente y con maestría el horario central de un club de comedia y no sabía que el dueño de la sala había tomado la decisión de que esa sería su última noche. La calidad de su material tenía el brillo de siempre pero al público le resultaba difícil seguir el hilo del monólogo y entender el esplendor de sus magistrales remates porque su dicción fue empeorando gradualmente en los últimos meses, herida fatalmente por el vodka que bebía antes de subir al escenario.

Para sus colegas, muchos de los cuales fueron sus alumnos, era imposible atravesar la frontera que de manera invisible trazan el respeto y la genuina admiración para expresar un consejo o ayudarlo a entender porqué no obtenía en el público la misma respuesta que en sus comienzos o apenas unos meses atrás. Él pensaba que el público había cambiado y esa mutación bajó el nivel de exigencia para un humor más elevado del que se veía en ese momento bajo el rótulo de stand up.

Amaba con pasión el humor, el ajedrez y las matemáticas. Sus chistes tenían la precisión del álgebra y la estrategia que persigue la culminación de una jugada perfecta. Las risas del público o de un eventual interlocutor eran su jaque mate. Su estilo refinado comenzó a perfeccionarse en los medios gráficos dedicados al humor donde brindaba sus guiones para los dibujantes, escribía sus propios relatos o publicaba jugosas entrevistas. El ciclo de máximo esplendor incluyó en el inventario un libro que fue éxito de ventas, un Martín Fierro para el programa de radio en el que colaboraba diariamente con su afilado repentismo, la autoría de un sketch televisivo que tiene su lugar entre los más recordados por el público a cargo del capo cómico de la época y una rutilante función con lo mejor de su material del unipersonal “Haciéndose la del monólogo”. La grabación llegó a manos y a oídos de un conductor de televisión que no dudó en convocarlo como guionista para su programa.

El tobogán al que lo condujo el alcohol lo llevaba en caída libre desde hacía unos años. No fue el apagón total que marcaba el final de una rutina humorística sino una merma gradual en la intensidad de focos que iluminaban su escenario. Se hizo imposible para su entorno seguirle el tren y esa decisión irrevocable de continuar a la misma velocidad y en la misma dirección. Se interrumpió el álbum de fotos que había iniciado un matrimonio. Sus regresos al hogar en estado de ebriedad se hicieron más frecuentes y accidentados. Tomó muchas decisiones temerarias en las noches que tenían sus consecuencias al día siguiente cuando tenía que presentarse a trabajar en el diario o a las reuniones de producción de uno de los programas de mayor audiencia y que contaba con él como guionista. Ciento cincuenta chistes con destino de explosión de carcajadas cuyos temas se decidían  tres días antes. El nivel de producción y calidad no disminuían pero si se deterioraba su imágen en las reuniones del programa de televisión por las claras evidencias de cómo había terminado o continuaba el día anterior. Las advertencias no fueron escuchadas. Sus ocasionales socios laborales recibían la misma respuesta. No había posibilidad de cambio. Uno a uno fueron cayendo los empleos al compás de las botellas vacías y su último bastión, el club de comedia, crujía en los cimientos con un público que también comenzaba a abandonarlo.

Del linaje paterno heredó mucho más que el primer nombre. Su padre, Carlos Lucio Guarnerio, fue un creativo que se ganaba la vida con la publicidad en J. Walter Thompson con una carrera laureada pero su espíritu inquieto y la influencia de una madre pianista lo impulsaban a navegar también la composición musical y la crítica de cine con un personaje nacido de su impronta: el hombre del antifaz.

En JWT logró alcanzar los mismos niveles de admiración por su prolífica creatividad como el de antipatía por el uso de un poncho de vicuña y la portación de un bigote que a los directivos les recordaba a Pancho Villa. No tardó mucho en emigrar y su trabajo como publicista independiente lo llevó a prestar su arte para una empresa alemana que fabricaba casas premoldeadas. Mientras desarrollaba una campaña publicitaria para los alemanes conoció San Bernardo y el impacto fue tan grande que construyó para la familia una casa de veraneo con el mismo producto que él promocionaba.

El amor por la ciudad balnearia fue el soplo que inspiró una zamba que los habitantes apreciaron y tomaron como propia. No había evento al que no fuese invitado como personaje distinguido. El brillo de su carisma lo ubicaba en el centro de cualquier reunión o acontecimiento cultural y de su poderoso influjo no se libraba ni la iglesia donde solía leer el evangelio.

Las vacaciones de su esposa docente contribuyeron a que San Bernardo fuese durante años el lugar de descanso para el matrimonio y sus tres hijos. Carlos Lucio combinaba los días de descanso con los viajes que le imponían sus obligaciones laborales en Buenos Aires. Un ex compañero de la agencia publicitaria le ofreció la venta de una pequeña fábrica de juguetes que pertenecía a sus padres cuando la familia pensaba radicarse en Israel. Carlos la compró para instalarla en la casa familiar de Villa Luro.

Tres poderosos motores mantenían encendidas su pasión y su fervor en cada emprendimiento: el arte en general y sus distintas variantes, su compromiso con el peronismo y las bebidas espirituosas, esas que alimentan la llama cuando las velas no arden. De su amor a Perón dan cuenta sus viajes a Puerta de Hierro para reunirse con el General exiliado, una posibilidad trunca de ocupar una banca de diputado por no contar con la edad mínima para el cargo y una colección de discos de pasta de discursos de Perón y Evita que formaban parte de un proyecto personal que no alcanzó a cumplir. De su cercanía a las bebidas blancas tomó registro su hígado. En el último viaje a España un derrame biliar obligó a su traslado inmediato a Buenos Aires. Nadie sabe cómo hizo para subirse al avión de regreso en ese estado. Falleció a los cuarenta y cinco años en el Hospital Argerich dejando tres hijos de 18, 14 y 10 años que tuvieron que hacerse cargo de la fábrica de juguetes hasta su cierre obligatorio con la llegada de una debacle económica, de esas cíclicas que padece Argentina, conocida como “el Rodrigazo”.

Ethel, su madre, se casó con Carlos Lucio y fue a vivir con él en la casa que sus suegros tenían en Villa Luro. Sus suegros eran una familia aristocrática de Santiago del Estero y cuando se mudaron a Buenos Aires trajeron con ellos a Rosario, una criada quinceañera que trabajó en la casa y colaboró con la crianza de los dos hijos de sus patrones y luego, naturalmente, de los tres hijos que Ethel y Lucio trajeron a este mundo. Rosario sabía llevar una casa mejor que nadie y este conocimiento y experiencia liberaron a Ethel de muchas obligaciones eclipsando su figura materna y moviendo los mojones fronterizos que separan los roles de una madre y de una empleada doméstica. Rosario tuvo para los hijos de sus patrones la misma dedicación pero con Carlos, el mayor de los tres, el vínculo fue más intenso. Los otros dos hermanos hacían notar que las actitudes de Rosario para el cuidado de Carlos eran distintas y en la intimidad solían señalarlo como “el amito”.

El tiempo es una distancia mágica que puede poner las cosas en su sitio. La muerte de Carlos Lucio llegó en el momento de mayor tensión con el mayor de sus hijos, Carlos. El foco del enfrentamiento tenía dos razones: la elección de Carlos a llevar el pelo largo en tiempos en que era motivo suficiente para terminar en una comisaría y el deseo de desarrollar una carrera en la música, tan cercana y tan precisa como las matemáticas, tan certera e inspiradora como el humor. Su padre era exigente con los tres hijos pero con el mayor su rigor era más punzante que con los dos menores. Rosario equilibraba con una relación protectora la correlación de fuerzas y la distancia que imponía el conflicto que mantenían padre e hijo.

Aunque Carlos mantuvo un vínculo inquebrantable con la música a través de la guitarra y el bandoneón, el camino elegido fue el humor cuando comenzó a trabajar en las revistas más destacadas del género de esa época. En paralelo a esa actividad se sumaron participaciones en shows con un estilo hasta entonces desconocido en el país: el stand up.  Chistes de una línea, descripciones personales, tragedias, formaban parte de un repertorio que experimentaba y perfeccionaba día a día. Mientras potenciaba una vocación que tenía una raíz familiar, la relación con su madre tomaba una dirección sin retorno. Carlos sostenía que Ethel no supo acompañar a una persona especial como el padre y mientras más se alejaba de su madre más se agrandaba la figura de Rosario. Para quienes lo conocimos después resultaba imposible armar el rompecabezas de una historia desconocida y entender esas dosis de rencor y de furia.

En las madrugadas largas, cuando despiertan aquellas reflexiones íntimas que solo propician los amigos y las bebidas derramaba dardos concebidos en una herida sin cerrar. Las frases y las definiciones punzantes y dolorosas se entrecortaban o quedaban inconclusas. Nadie se atrevía a pedir que las continuara o que cerrara la idea como un remate de su show. Todos queríamos que la catarsis terminara pronto. La imagen de ese maestro de la comedia se distorsionaba como los reflejos en un laberinto de espejos curvos, esos que supo describir su idolatrado Borges.

El daño que el alcohol producía en su organismo lo condujo a distintas internaciones. Su madre volvió a sufrir en carne propia con un hijo el calvario que transitó antes de enviudar y los meses en que compartieron una obligatoria convivencia fueron para ambos un infierno. Ethel, cuando podía, cuando lograba quedarse a solas con un amigo que lo visitaba, pedía ayuda a su manera, con la esperanza de encontrar una forma para que su hijo entre en razón. No había duda que las escenas diarias, los regresos de madrugada de su hijo y el estado en que llegaba le estaban haciendo un daño irreparable, quizás más profundo que el efecto del alcohol en el organismo de Carlos. Algunos amigos y colegas comenzaron a tomar distancia, resignados ante la actitud de Carlos de no modificar el rumbo, seguro que era parte del precio a pagar por su condición de artista. El alcohol, en cualquiera de sus variantes, producía dos efectos nefastos: no poder comprender lo que decía o trataba de explicar haciendo inviable cualquier trabajo e inflamar en él una suerte de obstinación para instalarse en un tema que no correspondía a la lógica del proyecto humorístico que se abordaba en sociedad. Sus admirados Astor Piazzolla y Charly García fueron sus estandartes para llegar a los límites en todo lo que hacía o producía, mientras su momento de esplendor artística descendía de manera inevitable.

La cruenta batalla interna se libraba sin treguas, ni aún con los oficios de un terapeuta con el que en las sesiones jugó a refutar sus interpretaciones como en una partida de ajedrez esgrimiendo sus conocimientos en la lectura de las obras completas de Freud. Cada centímetro cúbico de vodka o ginebra era un disparo de artillería pesada, aunque en cada bombardeo su enemigo cambiaba la posición haciéndose invisible entre las sombras. El altísimo costo de las bajas que producía esta guerra no modificaron su estrategia. El alcohol horadaba su estructura minando sus articulaciones, haciendo penoso su andar.

Cada integrante de su familia hizo su vida, conformó una propia y no estaban en condiciones de darle asilo a quien no podía respetar ni cumplir unas mínimas bases de convivencia, lo que los obligó, como única alternativa posible, para que sea cuidado y alimentado, alojarlo en un hogar familiar donde por su condición gozó de algunos privilegios como la libertad en las salidas y el acceso a su computadora personal. Volvió a la facultad y a las matemáticas, intentó sin éxito volver a ocupar un espacio en el club de comedia donde había brillado durante diez años.

La guerra cesó una tarde. El armisticio fue tan sorpresivo como determinante. No bebió una sola gota más de alcohol desde el mismo día en que falleció su madre.                                                                                                                                                                                                       


Tocar el cielo

 

Imagen editada y cedida por Julio Parissi

Pensó en el significado de la palabra plenitud. Nunca antes sintió con tanta intensidad que la felicidad lo desbordaba, que el pecho era su centro y que en medio de este paisaje soñado había consumado la reunión perfecta, que la emoción se convertía en agua en sus ojos. Allí estaban sus padres, arquitectos que trazaron la base de un proyecto consumado. Allí estaba su mujer, que siempre apoyó cada idea y ahora disfrutaba con él de su triunfo como propio. Allí estaban sus hijos, a quienes nada les faltaba.

Había soñado durante dos años con este encuentro y este lugar. Nunca antes tan cerca del cielo, rodeado de montañas que ahora quedaban debajo de él y de los suyos. Quiso atesorar el momento, inmortalizarlo en una foto para colgarla en la pared de la empresa, que le recuerde cada día al comenzar la jornada qué significa un instante de felicidad capaz de mitigar cualquier pena transitoria.

Le entregó el celular a su esposa, se alejó sonriendo y extendiendo los brazos, ebrio de una excitación que le parecía interminable. Allí estaba cumpliendo un sueño con la familia entera observándolo maravillada por su felicidad tan contagiosa.

Pueden decir una ráfaga de viento traicionera, un instante fatídico, una burla del destino, una intromisión del Diablo, un inesperado desprendimiento. Cualquiera de esas causas hizo que se despeñara al vacío delante de su familia.

Una flor, un dado y una tía

 


En el breve trayecto desde la cocina al dormitorio, recién desayunado, me acordé de un cuento que escribí hace años: “Una flor, un dado, una tía”. Yo escribía espectáculos humorísticos, cuentos, poesías y un artista plástico que veía tres veces a la semana por entonces, Fabián Cereijido, me recomendó que hiciera un taller con Humberto Costantini con una acotación muy alentadora: su padre hizo uno con el maestro en México para mejorar su sintaxis en las tesis de física y terminó publicando un libro de cuentos. Con esos antecedentes era imposible no intentarlo.

Así como Dalmiro Sáenz contaba en su caja de herramientas con ejercicios literarios impactantes como “setenta maneras de bañar a un elefante”, Humberto tenía los suyos. La primera consigna a cumplir en una semana de trabajo en su taller fue escribir un cuento en cuya idea rectora y en su desenlace pesaran de forma determinante tres elementos: una flor, un dado y una tía. Me aboqué al trabajo y luego de leerlo en el taller con mis compañeros y hacer las correcciones necesarias quedó terminado como un cuento. Fue mi primer trabajo reconocido como tal por un escritor. Esto ocurrió en 1986 y en ese tiempo no había computadoras, Word, archivos digitales, pendrives ni nube. El cuento se escribió en mi querida Olivetti Lettera 32 y pasó del archivo de los papeles a las mudanzas y de allí a los objetos perdidos. Algunos que se conservaron en papel fueron tipiados con la ayuda de mi hermana Teresita, como aquel puñado de cuentos humorísticos publicados en el diario Página 12 y que sirvieron de prólogo para que la editorial Planeta me diese la oportunidad de publicar un libro sobre historia nacional en clave humorística. Ese cuento del taller con Humberto se perdió y hoy me hubiese gustado volver a leerlo.

Pensé en si me aventuraba a escribirlo nuevamente pero sabía que perdería su esencia primaria, su impulso iniciático, su vuelo y la frescura del tiempo en que no tenía tanta literatura encima y tanta autocrítica. Yo debo haber envejecido como el papel que conserva el original.

Me pregunto qué habrá sido de la vida de aquellos personajes, dónde se habrán anidado sus sueños. En el tiempo transcurrido el cuento y yo hemos soportado inviernos, lluvias, veranos, días luminosos, noches oscuras y quizás, solo en esta mañana, se hayan alineado nuestras búsquedas personales para encontrarnos nuevamente.

Una dulce borrachera

 

Ilustración Darío Parissi

Entonces en este instante,

en el que éxtasis y exilio se confunden,

los límites resultan imprecisos,

el dique que contiene a las palabras se hace añicos

y la vida es una dulce borrachera

 

En este instante fugaz

que deseamos eterno,

en el que convergen los sudores,

el deseo, la pasión y los latidos,

la oscuridad más profunda y la luz enceguecedora,

el vértigo indomable,

el frío de los polos y el calor del trópico.

 

En ese instante, digo

en que siglos de literatura,

culturas milenarias y lenguas muertas

intentaron describir con sus torpes vocablos,

con sus imperfectos adjetivos,

quisimos reducir, sintetizar, simples mortales

en aras de resumir la infatigable biblioteca,

una sola palabra equivalente,

diminuta, frágil, precisa.

 

En ese instante supremo,

en ese que inspiramos y nos inspira,

en el que perseguimos sin cansancio,

creímos que podíamos abreviarlo como en una nota musical

y lo llamamos coito

Cuando vas solo a la playa

 


El tema de ir solo a la playa requiere de una organización mínima para preservar elementos indispensables como la llave del departamento que te prestaron para vacacionar.

Era mi último día y yo no había entrado al agua, así que pensé en posibles soluciones al problema de la custodia de tres elementos: dejar la llave en un negocio cercano o elegir en la playa a las personas que me parecieran dignas de tal confianza y responsabilidad. Elegí a un matrimonio mayor y su perro que tuvo el reparo de ladrarle a todo aquel que se acercara a sus dueños menos a mí. Sospechosa la actitud de ese can. Los dueños del perro me invitaron a colocar mi mochila junto a las cosas que ellos trajeron y yo hice un chiste sobre la guardia canina que los hizo reír, incluso al perro. Encaré para el río tranquilo sin perder de vista el punto verde fosforescente de la remera mangas largas del señor. Nadé un rato sin abusar con el tiempo. Primero porque no medí el tiempo dedicado a la vigilancia que tenía el perro y segundo por mi falta de recursos estilísticos en natación para aguas abiertas donde no hay borde donde agarrarse, escaleras por donde emerger, salvavidas ni guardavidas. Cuando regresaba del río y mis zambullidas como si hubiese cruzado a nado el Estrecho de Bering, observé que me había alejado lo suficiente como para que perro y potenciales cuidadores continuaran tomando mate en sus casas mientras yo llegaba a la orilla.

En el trayecto a tierra firme pensé en que sucedía si el perro no andaba muy bien de la memoria y ya se había olvidado de que me vio y olfateó hacía unos minutos y confundido por mi actitud de cargar elementos cercanos a los que tenían allí sus dueños me atacase, intentando demostrarles que hicieron muy bien en alimentarlo y darle cobijo para cuando surgieran situaciones de peligro como ésta. ¿Qué tal si ambos ancianos, ante sus magras jubilaciones adoptaron este modus vivendi entrenando al perro que es su socio en estos actos de pillaje? ¿Quién o quiénes en toda la playa vieron que yo dejé mis cosas a cuidado de estos tres malhechores en caso de pedir auxilio policial ante su negativa de devolvérmelas? ¿Estaban mis documentos en la mochila? No. Solo las ojotas podían considerarse una prueba de mi pertenencia calzándola en mi pie como Cenicienta tres días después del baile con el Príncipe.

Salí del agua, saludé, agradecí, tomé mis cosas ante la mirada bucólica del perro que me hizo entender que había un conflicto entre ellos o que no estaba muy conforme con la parte del botín que le tocaba.

La muerte y su caballo negro

 


Imagen de ilustración aportada por Julio Parissi

A medianoche la muerte anduvo por el pueblo. Se llevó al viejo Pablo y al menor de los Menéndez. Algunos dicen que la vieron pasar en su caballo negro con el viejo en la grupa y el niño en un brazo. Yo no creo en esas cosas ni tampoco en lo que dice el cura en misa. Lamento lo del niño. Había nacido hacía unos días y no vio mucho de este mundo antes de cerrar los ojos para siempre.

Aprendí con los indios que la muerte es tan sagrada como la tierra que pisamos y no hay que temerle porque es justa y puntual como la lluvia y el sol.

Creo que la leyenda sobre la aparición de la muerte y su caballo negro nació en tiempos de lo que llamaron la conquista del desierto, días en que los pobladores encontraban en las afueras del pueblo a los indios muertos. Fue una manera de confundir la crueldad humana con la compasión religiosa, ponerse a distancia del asunto y cargar la culpa en el misterio. Y así siguieron luego con las pestes y con los campesinos que hacían huelga. La muerte en su caballo negro era la responsable.

No había órdenes ni decisiones de nadie, la muerte actuaba por cuenta propia. Ella elegía a quien se llevaría como si contara con una lista. Una vez le pregunté al cura qué pensaba. Me dijo que era parte de los misterios de Dios, pero dejó de hablarme y me retiró el saludo cuando le dije que resultaba más misterioso que la muerte visitara durante la noche solo a los pobres campesinos y no a sus patrones.

Algunos creen que lejos del pueblo, solo y aislado, estoy jodido. Yo creo que es una bendición. No me entero ni me enredo con chismes y supersticiones. No tengo que saludar a nadie por obligación ni mendigar trabajo para hacerme de unos pesos, como la mayoría de los peones. Además, en el pueblo no soy bien visto y las pocas veces que voy me siento un extranjero. Noto que a mis espaldas me señalan y si me cruzo a una mujer con un niño de la mano, al verme lo alza como si intentase ponerlo a salvo del demonio. Una vez, hace tiempo, Jonás, el del almacén, me dio a entender que murmuraban espantados porque me escucharon hablar de cosas indebidas y que en mi rancho escondía libros prohibidos.

En las noches escucho el susurro del viento, miro las estrellas y a la luna que siempre anuncia cómo será el día siguiente. Cuatro perros fieles y bravos custodian mi rancho y, si el cuento de la muerte a caballo es cierto, ellos me avisarán antes que nadie que viene a buscarme.


Escalera

 


Esta escalera tiene veintitrés escalones,

mi hermana los ha contado uno por uno

y es la más difícil que he transitado,

aunque no esté al borde de un abismo

ni cuente con peldaños inseguros,

ni sea la antesala del patíbulo.

Está bien fijada al edificio

como habrá sabido planificarla un arquitecto,

en una zona libre de sismos y catástrofes

y sin embargo en su ascenso todo tiembla,

un sudor frío nos sacude,

un vacío en la boca del estómago,

una sensación de vértigo nos paraliza

y la misma falta de aire que producen las alturas.

Las piernas flaquean sin remedio

y todo se parece a un miedo de la infancia,

a una horrible pesadilla,

a un grito de espanto ahogado en la garganta.

Asciendo vacilante dos veces al día,

donde termina la escalera hay un pasillo

y éste conduce a una sala de ocho camas,

en una de esas camas espera mi madre

con máscara de oxígeno, con guías y artefactos

a que yo llegue a visitarla,

con mi mejor sonrisa,

con mi mejor talante,

disimulando que hace unos segundos

subí por esta escalera.