Colocó la hostia en la boca con la misma gravedad con la que otorgó el perdón. Pensó en los torturados que escucharon sus nombres de esos mismos labios.
Colocó la hostia en la boca con la misma gravedad con la que otorgó el perdón. Pensó en los torturados que escucharon sus nombres de esos mismos labios.
Después de veinte años, cuando se abrió el portón de la calle, giró la cabeza para mirar por última vez la ventana de su celda.
Lo sorprendieron abriendo las cartas que tenía que entregar. Argumentó en su defensa que se había jurado a sí mismo llevar solo buenas noticias.
La cuadra quedó
como la sonrisa de un niño al que se le ha caído un diente. Pronto le
implantarán un edificio de los modernos, la calle perderá otros metros de luz
solar y se parecerá más a un pasillo.
Cuando llegué al
barrio estaba rodeado de PHs y casas bajas.
Ésta que tiraron
abajo perteneció a Arturo Bonin y los que tuvieron la suerte de ingresar en
ella cuentan que era hermosa.
Ese asunto del progreso incluye apilarnos, juntarnos a todos en una ciudadela medioeval, como en los tiempos del Rey Arturo, lo que parece una contradicción.
No lo sabían. Ambos buscaron en las redes sociales, con ilusoria y secreta esperanza, encontrar a alguien con quien compartir la vida. Ambos perdieron la fe de hallarla en los pequeños y estrechos círculos que tejían las relaciones personales como amigos y empleos, y creían que quizás el complejo y misterioso universo del algoritmo detectaría con mayor eficacia lo que el azar no podía congeniar.
No lo sabían. Habían intercambiado algunos mensajes en una aplicación para encontrar pareja con las mismas dudas que despertaron para ambos las experiencias anteriores. Encuentros fallidos con personas que diferían de la imagen que se habían formado en el diálogo, frases o pensamientos difíciles de aceptar, acotaciones al margen que hacían vislumbrar el tenor y el color de futuros diálogos, fotos desactualizadas, historias grises.
No lo sabían. Desconocían sus fechas de cumpleaños, sus signos zodiacales, sus fortalezas y debilidades para sortear las dificultades que se presentaban a diario. Compartían el amor por el arte en general y por el cine y el teatro en especial. Ambos notaban, por el vocabulario utilizado por el otro en los mensajes, que la lectura y la escritura eran dos hábitos importantes en sus vidas.
No lo sabían. Ambos tenían el mismo miedo de dar el primer paso y proponer un encuentro, la decisión de tomar la iniciativa estaba a la distancia de una coma. Ambos luchaban para vencer sus ansiedades para que el encanto de la comunicación no se desvaneciera, como si fuese ésta la llave que había que cuidar porque era la única que abría la puerta que deseaban. No había que forzar ni apresurarse. Tenían que saborear cada gramo. Y la vigilia en la espera de un nuevo mensaje los inquietaba.
No lo sabían. Ambos esperaban el sonido de una notificación con los ojos fijos en sus celulares, ajenos a la gente que los rodeaba, al ritmo del tráfico de la ciudad, a los ruidos y a los vendedores ambulantes. Estaban concentrados en sus universos, ordenando las ideas como quien ordena una habitación. Aún no se habían visto y ya se imaginaban. No lo sabían. Ambos viajaban un domingo a almorzar con sus familiares en un mismo autobús, a tres asientos de distancia.
Los hinchas de
Racing son seres especiales que no profesan su amor por una casaca sino que la
elevan y convierten en el símbolo de una religión. Una religión que tiene su
liturgia cuando juega lo que ellos llaman La academia.
Son particulares.
Pueden investigar
y comprobar por cierto reportaje rescatado de ignotos archivos del año 1968 que
John Lennon era de Racing. Que Gardel y Perón alentaron a la Academia y que la
historia de la humanidad se divide en un antes y un después de Racing.
Sé de qué se
trata lo que estoy escribiendo. Conozco gente así que se mueve entre nosotros
normalmente hasta que nos damos cuenta de que son de Racing.
Hace unos días
compartí el viaje en tren con uno que jamás había visto en mi vida, que después
de romper el silencio con una pregunta sobre el servicio del ferrocarril se lanzó a hablar cómodamente y encontrar el
momento propicio para decirme que era de Racing con el mismo orgullo que un ex
combatiente de Malvinas. Lo observé mientras me contaba el estúpido gol que
Flamengo les había hecho en Brasil y esgrimía todos los argumentos que lo
llenaban de esperanza para la revancha en Buenos Aires. Pensé en qué se parecía
el hombre que acababa de conocer a Marcelo, Esteban, Daniela, Silvia, César,
Vicente, Pablo y me detuve sorprendido por la cantidad de conocidos con el
mismo patrón.
Todos ellos
tienen su característica distintiva pero la más sobresaliente para mí es que
son de Racing.
Publican su amor
incondicional en sus estados de Whatsapp, despiertan y piensan en las horas
previas al partido que modificará su ánimo por el resto de la semana, una
divisoria de aguas que ni Moisés consiguió huyendo de los egipcios.
Recuerdan a sus
jugadores en carácter de héroes y pueden introducir en cualquier momento y en
cualquier conversación un apellido como Colombatti con el énfasis que solo
atribuimos a grandes pensadores o benefactores de la humanidad como Fleming o
Pasteur.
No manejan claves
secretas ni ningún argot entre ellos pero pueden identificarse en cualquier
lugar. Si están a punto de pasar un exámen médico, esquivan la mirada para no
ver que la sangre que le extraen es de color rojo. Miran hacia el cielo y no
ven lo mismo que nosotros. Ellos observan el manto racinguista que cubre al
país y al mundo entero. El Cilindro es el ojo que observa el Universo.
Avellaneda es el epicentro donde dejan de existir los vecinos. La vida es
celeste y blanca.
A mi me caen bien. Los observo con cierta admiración y respeto.
El
sonido del timbre de la puerta de calle detuvo la ronda de mates y las impulsó
a mirarse unas a otras dejando flotar el interrogante de que si alguna de las
cuatro mujeres reunidas en la cocina esperaba a alguien. Brenda dejó de
pintarse las uñas de los pies y Luz, la más joven y la última incorporada al
grupo, se levantó decidida para averiguar quién podía ser, aumentando en el
resto la expectativa. Se escuchó el murmullo de un diálogo breve y el ruido de
la puerta de calle al cerrarse. La oyeron subir la escalera entre silbidos de
admiración y exclamaciones de entusiasmo. Las tres se miraron desconcertadas
hasta que vieron a Luz entrar a la cocina con un enorme ramo de rosas blancas.
—Parece
que San Valentín está pegando fuerte —dijo Luz entre risas.
—¿Para
quién son? —preguntó Sheila
—Le
pregunté al chico que las trajo y no sabe.
—Debe
tener una tarjeta —dijo Brenda regresando a su silla y poniendo atención al
esmalte de sus uñas.
Sheila,
Donna y Luz revisaron el ramo sin éxito.
—No
se hagan las boludas. Alguien de nosotras tiene que saber de quién se trata
—dijo Donna mirando a sus compañeras.
—A
mí no me miren. Nadie me regala flores —dijo Sheila
—Si
no sabemos quién las mandó dividamos el ramo entre las cuatro —propuso Brenda.
—Es
una buena idea, pero no aclaramos de quien son —dijo Donna.
—Seguro
que es un boludo que se olvidó de poner la tarjeta o demasiado tímido para dar
la cara y hacerse cargo del regalo —dijo Sheila mientras soplaba suavemente
para acelerar el secado del esmalte en las uñas recién pintadas.
—Chicas,
a ver —dijo Donna mientras le colocaba agua al mate—. Tenemos un lindo misterio
a resolver. No estamos buscando al vecino que hace cagar a su perro en nuestra
vereda, ni al que deja la basura en nuestra puerta. Estamos tratando de
descubrir a un tipo que nos envió un ramo de flores el día de San Valentín.
—Donna,
dejá de joder jugando al detective —agregó Sheila mientras aceptaba el mate
servido.
—Si
no podemos descubrir quién fue, habla muy mal de nosotras —dijo Donna mirando a
Sheila—. Repasemos quiénes vienen
—Lo
tengo. El del maletín negro —apuntó Brenda
—No
lo tengo a ése —dijo Luz
—Sos
muy nueva vos. Viene un par de veces al mes y es uno de los pocos que, salvo
con vos, pasó con todas —dijo Sheila—. Y me parece que, si no es milico, es
rati. Muy raro. Si alguna vez se queda dormido le reviso el portafolios.
—Ni
se te ocurra —señaló Donna—. Te vas a meter en un quilombo. A veces es mejor no
saber la historia ni de dónde vienen. Yo sé lo que te digo.
—Contame,
Donna ¿Cuál es tu experiencia? —preguntó Luz mirándola inquisidora.
—Vos
sos muy tiernita en esto y poco conversadora. Terminás, te vestís y salís de la
pieza dejando al cliente colgado cuando pagó por una hora y lo despachaste en
quince minutos.
—¿Me
estás recriminando algo? —preguntó Luz observando que las tres la miraban
—Donna
te está diciendo que tenés que quedarte por el tiempo que pagó —dijo Brenda—.
Si te levantás y te vas dejándolo solo, le das tiempo a mirar el reloj y pensar
que lo caminaste. A veces también necesitan hablar un poco y desahogarse.
—Para
eso está la esposa —dijo Luz
—Justamente.
¿Por qué pensás que vienen? —le preguntó Brenda
Las
cuatro se quedaron en silencio pensando en sus propios silencios, en sus
matrimonios, en la vida familiar, en la distancia con sus hijos.
—El
de maletín viene siempre con distintos nombres. No me parece que sea el que
envió las flores —dijo Donna.
—Estoy
pensando en los míos y ninguno me dio señales como para que se le ocurra hacer
algo así —dijo Brenda
—Por
algo vienen por vos —subrayó Sheila
—Sí,
claro. Ven las fotos, les gusto y llaman, pero ninguno tiene una onda especial.
Conozco sus vidas por lo que cuentan. Ninguno me hizo pensar que podía
saludarme para San Valentín.
—El
último romántico ya no viene con su violín —dijo Brenda
—Uh,
volvimos a la cantinela —dijo con fastidio Sheila
—¿Cómo
es eso? ¿Qué me perdí? —preguntó, curiosa, Luz
—Un
admirador especial que tenía Sheila —dijo Brenda—. Contale
—No
empiecen con las boludeces —dijo Sheila, enojada.
—Dale,
negra. Contame que quiero saber —pidió Luz
—Yo
te cuento —acotó Donna—. Una tarde estábamos en la cocina y Sheila pasó con un
muchacho, muy lindo, además, que venía dos veces a la semana. Estábamos
charlando cuando escuchamos un violín. Te imaginás…
—¡No!
¿Trajo un violín? —preguntó Luz—. Por favor, contame —pidió mirando a Sheila
—Entré
con él a la pieza, pero no le di importancia porque siempre venía con un
estuche y nunca le pregunté qué traía. Nada. Salí para prepararme y cuando
volví a entrar estaba sentado en la cama con el violín apoyado en el hombro y
empezó a tocar una música que había hecho para mí.
—Me
muero —dijo Luz abriendo grandes sus ojos verdes
—Nunca
me pasó algo así y no sabía qué hacer. Lo escuché. Esa música a mí no me gusta,
pero le dije que era precioso. Le mentí. Cuando salimos estaban estas brujas
cagándose de risa y empezaron con sus chistes boludos. Lo perdí como cliente
porque me dieron tanta manija con las bromas que empecé a tratarlo mal y no
vino más.
—No
nos eches la culpa a nosotras de tu carácter de mierda —dijo Donna mientras
vertía el agua en el mate—. Venía muy seguido y estaba muerto con vos. No
supiste llevarlo.
—En
todo caso, será como vos al médico —replicó Sheila
—Eso
fue distinto —corrigió Donna. No me traía un regalo como ése. El del violín,
ese era un candidato a sospechoso por el ramo de flores. ¿Cómo se llamaba?
—Federico
—respondió Sheila
—Como
Chopin —acotó Brenda
—Y
con el médico que dice Sheila, ¿qué pasó? —preguntó Luz mientras le daba un
sorbo al mate.
—Un
tipo muy pintón, ¿no? —consultó al resto Donna con la mirada
Las
otras asintieron moviendo la cabeza.
—Entre
cincuenta y cinco y sesenta años muy bien llevados. Alto, elegante, modales
delicados y muy tierno en la cama. Se escapaba del consultorio que tenía acá
cerca y venía una o dos veces a la semana cuando faltaba un paciente —dijo
Donna bajando la vista.
—¿Te
gustaba? —preguntó Luz
—Mucho
—dijo Sheila—. Nos gustaba a las tres, pero siempre venía por Donna.
—¿Cómo
empezó el romance? —preguntó Luz
—Un
encuentro en la calle una tarde de lluvia —respondió Donna—. Me cubrió con su
paraguas en la calle y me acompañó hasta la puerta. Me preguntó si podía
visitarme y yo le dije lo que hacía sin vueltas. Ni se inmutó. Preguntó el
precio y pasó. La primera vez no charlamos casi nada y se mantuvo en silencio
mientras se vestía. En los siguientes encuentros me empezó a contar sobre su
vida. Hasta me invitó a cenar.
—¡Epa!
¡Ésa no la sabíamos! —exclamó Brenda
—Nunca
se los conté —confesó Donna—. Una noche maravillosa. La pasé muy bien. Fui muy
nerviosa al encuentro y mientras charlábamos sentí que, pese a las diferencias,
él me trataba con mucha ternura. Me trajo hasta acá y no quiso pasar. Yo no le
dije que no pensaba cobrarle. Después me arrepentí. Me hubiese gustado dormir
con él.
El
silencio fue interrumpido por el sonido del último sorbo al mate. Donna tomó el
termo para cebar otro y continuó:
—Una
historia triste. Volvían de un viaje con la esposa y tuvieron un accidente en
la ruta. Manejaba él y creo que siempre se sintió culpable de haber bebido.
Estuvieron muy graves los dos, pero ella no volvió a caminar. La vida como
pareja se terminó y hasta esa tarde de lluvia en que nos conocimos, no se había
animado a engañarla. La noche de la cena inventó un encuentro de médicos, pero
no podía quedarse a dormir conmigo.
—¿Durante
cuánto tiempo te visitó? —preguntó Brenda.
—Un
poco más de dos años —respondió Donna—. Dos escapadas semanales del consultorio
y algún fin de semana.
—¿Y
por qué dejó de venir? —preguntó Luz
—La
mayor de sus hijas fue a visitarlo al consultorio para darle una sorpresa.
Habló con su secretaria que no estaba al tanto de los motivos de sus salidas,
pero le dijo que le preocupaban los cambios en su padre. Una tarde la hija lo
siguió y tocó el timbre después de que él entró. En esos tiempos estaba la tana
con nosotras y fue ella quien la atendió. Pidió hablar con su padre, pero la
tana entró dejándola en la calle y no dijo nada hasta que salimos de la
habitación. La hija lo esperó sentada en el umbral de la puerta de calle.
Hablaron en un bar. A los pocos días me llamó para despedirse.
—¿Nunca
lo llamaste? —preguntó Sheila
—Nunca.
Durante meses tuve la esperanza de que volviera a llamar. Creo que esa
esperanza me ayudó en momentos en que no quería venir. Después me puse un poco
triste hasta que lo fui olvidando
El
silencio fue el mismo que el que propicia el final de una película conmovedora.
Luz lo interrumpió dirigiéndose a Brenda.
—¿Y
vos, Brenda? ¿Quién se volvió loco por vos?
—Un
tachero —respondió Brenda
—¿El
de la gorra de cuero? —preguntó Sheila
Brenda
asintió con la cabeza.
—Llegó
la primera noche eufórico porque había ganado en el casino. Creo que se hizo la
promesa de los jugadores, esa de gastar una parte en mujeres y otra en alcohol.
Desparramó la plata sobre la cama y sospeché que me iba a pedir alguna cosa
rara. Tenía esa locura que da el poder del dinero. Luego se sosegó, empezó a
juntarla y se desvistió. Empezó a venir seguido pero algunas veces pasado de
cocaína y se desaforaba bastante hasta que le puse los puntos y le dije que si
lo veía en ese estado no lo atendía. Se rescató y nunca más volvió merqueado.
Me despertaba ternura y pena a la vez. Una noche lloró como un chico contándome
cómo había perdido a su familia por el juego. No podía ver a sus hijos. Perdió
el trabajo, una casa, todo por el juego. Se hizo taxista. A veces me llamaba
para hablar un rato y no quedábamos en nada. Me decía que me quería, si estaba
dispuesta a dejar todo para vivir con él. Yo sabía que era incurable, que nunca
iba a dejar el juego ni la coca, las dos cosas que más vértigo y adrenalina le
generaban. Yo siempre decía: “Más adelante. No nos apuremos” Dejó de venir de
golpe sin dar explicaciones. Unos meses después, buscándolo en las redes, me
enteré que se había metido con el auto en un restaurante lleno de gente. Salió
en los diarios. Me quedé helada. Me puso triste enterarme de que terminó así.
Las
cuatro se quedaron en silencio observando el ramo de rosas blancas que dejaron
sobre la mesa.
—¿Por
qué no pensamos en de quién nos hubiese encantado recibir estas flores?
—propuso luz
Pensaron en silencio las cuatro, pero
ninguna confesó su deseo. Solo un imperceptible brillo en los ojos, un leve
arqueo en las comisuras de los labios escondía un nombre que mantuvieron en
secreto.
Llegó la hora de cerrar y se cambiaron para irse en silencio como nunca antes, sin risas ni comentarios al bajar por la escalera. A la mañana siguiente la mujer que hacía la limpieza encontró en la basura un pisoteado ramo de rosas blancas.
En los primeros días del año 2017 Mar del Plata amaneció con el termómetro alcanzando la marca de los cuarenta grados. Sandra decidió ir a la playa para combatir el calor sofocante y para que el agua salada devolviese a su cuerpo parte de las lágrimas derramadas en los últimos días. Salió de su casa llevando solo lo indispensable para pasar allí unas horas, sabiendo que el lugar que frecuentaba en cada viaje estaba alejado de las playas principales y que la escasa concurrencia de público le daría el ambiente de tranquilidad que necesitaba. Dejó su auto a cien metros del sendero que desembocaba en la arena y caminó con un bolso colgado del hombro y una lona enrollada debajo del brazo. Miró el mar, la arena y lamentó no haber bajado su cámara de fotos. Las sandalias se hundían en la arena y sintió el rigor del calor en el empeine. Había un poco más de gente que las que había imaginado pero buscó un lugar apartado, se quitó la blusa, apoyó el bolso y se dirigió al agua movilizada por el deseo de zambullirse.
En el mar, luego de nadar unos metros, flotó boca arriba, miró el cielo y se dejó invadir por la sensación de bienestar y paz que había venido a buscar. Sintió sed y regresó por el bolso. Tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar del lugar. Mientras regresaba mirando el sitio donde había dejado sus pertenencias, volvió a sentir el estilete de la angustia que la había sacudido unas semanas atrás en la última competencia hípica que había cubierto como fotógrafa. Treinta años ininterrumpidos de espléndida labor la colocaron en el lugar número uno. Mientras intercambiaba unas palabras con algunos de sus clientes alguien aprovechó su distracción y se alzó con el bolso donde tenía su equipo de cámaras y lentes. Al darse cuenta, el impacto fue tan grande que lloró desconsolada y por la angustia, tardó en explicarle el motivo de su llanto a los que le preguntaban qué le sucedía.
Volvió al mar en dos ocasiones para terminar de expulsar los restos de las malas sensaciones que soportó durante los últimos días posteriores al robo y que le alteraron las horas de sueño. Caminó lentamente hasta el auto y descubrió que habían roto el vidrio de la puerta del acompañante y se llevaron todo lo que encontraron. Además de los documentos personales, un bolso con seiscientas fotos que tomó durante la competencia y que había ensobrado para entregárselas a sus clientes. Volvió a llorar con furia y a angustiarse. Puso el auto en marcha y se disparó la alarma. Esa sorpresa la aturdió y la sacó de un tirón de la inercia que le había provocado el impacto. No pensaba en otra cosa que en regresar a su casa, denunciar el robo, inhabilitar las tarjetas y hacer un inventario para saber cuánto había perdido.
Recorrió la casa con movimientos frenéticos, imprimió carteles de recompensa para quienes encontraran fotos de caballos. Mientras cumplía con los trámites de rigor fue pegando los carteles en distintas esquinas cercanas a la playa. Pensó en sus clientes que esperaban el material, en las horas de trabajo y en el ensobrado de seiscientas fotos que solo tenían valor para quienes estaban retratados en ellas. Era un segundo golpe contundente con unos pocos días de distancia con el primero. Cuando abrió el Facebook leyó el mensaje de su amiga Pato avisándole que un hombre encontró sus documentos y que había dejado un teléfono para que lo llamase.
Era un hombre mayor que había encontrado su billetera y en ella los documentos personales, la cédula verde del auto y un pedazo de diario que tenía escrito a mano y con lápiz el nombre Eli y un teléfono. Esa fue la referencia para tratar de dar con la persona damnificada. Sandra le preguntó si cerca del lugar donde encontró la billetera no había visto fotos de caballos. Del otro lado de la línea escuchó un sobresalto y la respuesta de que había muchas fotos de caballos desparramadas en el suelo. Sandra se subió a su auto cuando la lluvia comenzaba y el agua del cielo se confundía con la de sus ojos.
Cuando llegó al edificio donde vivía su benefactor el
cielo se desplomaba en forma líquida sobre Mar del Plata. Corrió bajo la
cortina de agua y en el cesto de la basura en la entrada del edificio vio una
bolsa verde transparente que permitía ver que en su interior estaban las fotos
que ella había tomado. Sacó la bolsa de la basura y corrió bajo la lluvia hasta
el auto soportando el impacto del agua mezcladas con las palpitaciones del
corazón. Hizo unos segundos de pausa frente al portero eléctrico tratando de
calmarse un poco para poder hablar. El hombre la hizo pasar y le contó que las
billetera que contenía los documentos estaba tirada en la vereda y muy cerca
del lugar donde la encontró había cientos de fotos desparramadas por el viento
de una competencia hípica, que en la billetera encontró el papel con el nombre
Eli y en la llamada gastó todo el crédito de su celular explicándole a Eli su
hallazgo suponiendo de que ella conocía a la dueña de los documentos. No quiso
aceptar ninguna recompensa. Dijo que hizo lo que le correspondía hacer en estos
casos. Sandra le agradeció y regresó a su casa con la mayor parte de las fotos
recuperadas. En los días siguientes irían apareciendo otras de gente que leyó
alguno de sus carteles y una particular de un obrero de la construcción de un
edificio cercano al lugar donde halló las embolsadas que confesó habérsela
quedado porque le encantaba la imagen. El hombre tampoco aceptó que Sandra se
la obsequiara.
Cuando llegó a su casa llamó a su amiga Pato para preguntarle cómo se había enterado del llamado del hombre que encontró sus documentos. Pato le explicó que había estacionado cerca del almacén del barrio y la dueña del negocio salió a la vereda para preguntarle si ella era Sandra porque tenía puestas botas de equitación y cuando la había buscado por Facebook observó que eran muchas con el mismo nombre y apellido pero una tenía muchas fotos de caballos. Pato le contó que conocía a Sandra porque le había tomado muchas fotos y que tenía su contacto para avisarle.
Unos pocos días atrás Sandra había entrado a la despensa de Eli para comprar artículos de limpieza. Mientras recogía productos vio un cartel que anunciaba el servicio de peluquería y manicuría y le preguntó si era ella quien los brindaba. La mujer asintió y le dijo que se llamaba Eli. Sandra le pidió el número de teléfono para acordar un horario y Eli lo anotó en el margen de una hoja de periódico con la que envolvía huevos y lo arrancó para entregárselo. Sandra tomó el papel y lo guardó en la billetera.
Sandra pudo poner en orden la secuencia de episodios e imágenes unos días después cuando recordó el encuentro con Eli y la involuntaria omisión de grabar los datos en el teléfono para ubicarla y arrojar el papel de diario a la basura. Las fotos estaban en una bolsa verde porque así se identifica al material reciclable. El recolector de basura la hubiese recogido el día siguiente al que Sandra fue a visitar al hombre que encontró sus documentos.
Unos amigos, Ariel y Silvana, me regalaron el libro “Spinetta –
Fotografías de Eduardo Martí”
Esperé el momento para disfrutarlo como un buen whisky después de haber
cenado.
Preparé mis temas de Luis (son varias horas) y me senté en el sillón del
living mientras el ambiente se llenaba de música y poesía.
Eduardo Martí cuenta en el prólogo lo que significaba trabajar con Luis
Alberto: no le gustaban los montajes preproducción, iba por el camino de improvisar
con la intuición natural con los elementos disponibles en el momento de cada
toma. Y hay fotos nacidas de esa impronta que son obras de arte y terminaron
formando parte de sus discos.
No había entonces los elementos digitales que hoy corrigen detalles de
luz. Habla de un segundo ciego entre el disparo y la imagen plasmada.
En una secuencia de fotos aprovecharon un auto Mercedes Benz 250 para
tomar una foto de frente a la trompa del auto con las luces de sus faros
encendidas iluminando a Luis desde atrás. Y luego, al pasar a la siguiente
aparece ésta donde se nota que utilizan una luz colocada en el interior.
Cada registro es un hecho artístico único, preciso y también eterno como las canciones de Luis de Luz.
La milonga
Todos los jueves
a la misma hora se encontraban en las clases de tango de una milonga de
Palermo. Se conocieron allí y en el tiempo en que compartieron la pista de
baile no se dirigieron la palabra. Hablaban los cuerpos, una comunicación
física, profunda, nunca verbal. Por el sensual roce en los movimientos
percibían qué tipo de día había tenido el otro y el corazón de ambos galopaba
cuando la maestra de tango indicaba el cambio de parejas. El hechizo se rompió
una tarde en un paso cruzado hacia adelante cuando él nombró a una mujer.
Humberto
Cuando el exilio
en México carcomía los recuerdos de su amada Buenos Aires Humberto Costantini
apeló a los recursos del novelista y a la magia del poeta. Tomaba una guía que
tenía el plano de la Capital en distintas hojas, señalaba un punto al azar a
ciegas con su dedo índice y luego observando donde se había posado describía
los mínimos detalles del lugar. De ese ejercicio nacieron brillantes poemas
para su libro Cuestiones con la vida.
Me lo regaló un amigo. Está escrito por Hernán Brienza como una novela, una de esas historias que sabemos que termina con la muerte del protagonista. La diferencia es que a partir de esta muerte comienza otra historia en mi país.
Fue el primer golpe de estado al último patriota que conservaba el espíritu de la Revolución de mayo, línea que continuaron Mariano Moreno (también muerto), Manuel Belgrano (olvidado en la miseria), José San Martín (exiliado) y José Gervasio Artigas (exiliado)
En mi formación como estudiante, no entendí la ejecución de Dorrego, contada dentro de una ensalada de muertes en tiempos caóticos.
Lavalle asesinó a Dorrego. No hubo juicio. Le dieron dos horas para que escribiera las cartas de despedida a su familia.
Lavalle no actuó solo. Fue instigado a asesinar por hombres que hoy tienen calles y avenidas que llevan su nombre. Salvador María del Carril, Juan Cruz Varela, el Almirante Guillermo Brown le escribieron al asesino para “cortar la cabeza de la hidra, para desenvainar la espada que propiciará la paz” en cartas que “deben destruirse”, una orden o sugerencia que Lavalle no cumplió. El verdadero poder, como en la mafia, siempre a las sombras, siempre al acecho.
Dorrego fue un destacado oficial del Ejército del Norte, líder nato de la tropa a cargo por su osadía en combate, un desmesurado arrojo que lo llevó a ganarse el mote de loco. Fue artífice de transformar en victorias batallas perdidas gracias a su arrebato indomable.
Carismático y dueño de una brillante oratoria, supo ganarse el respeto y la admiración de unos y el odio de otros, entre ellos Pueyrredón quien dio la orden para su destierro. Después de una extraña aventura entre corsarios, terminó en Estados Unidos y allí observó el modelo republicano y de autonomía de estados.
Su gobernación, además de tomar en cuenta al Interior y a sus caudillos, mejoró las condiciones de jornaleros y los sectores más humildes de la sociedad de entonces.
Sus huesos volvieron a Buenos Aires un año después de su asesinato y el cortejo fue acompañado por una multitud.
El centro del poder unitario y los que vinieron después aprendieron que el fraude y las armas para un golpe de estado son recursos posibles para mantenerse en el poder.
Manuel Dorrego tuvo una larga lista de traidores que armaron el escenario para su caída política y su muerte, festejada con entusiasmo por cipayos y diplomáticos de la corona británica.
Te sienta mal esa mueca,
el gesto de fastidio,
la expresión beligerante,
el brillo que en tus ojos
anticipa una tormenta.
Te sienta mal, no va con vos
esa señal de furia en el semblante,
tus brazos cruzados sobre el pecho
y los puntos suspensivos de un
silencio.
Son esos momentos tan ingratos
en que olvido sin consuelo y sin
remedio
las palabras de amor,
tu talle y las flores que te gustan.
Me detengo en repasar los pormenores,
busco la chispa del incendio,
las causas posibles y las otras,
las que no tienen nombre ni
antecedentes criminales.
Y busco la punta del ovillo,
el nudo que enmaraña la madeja,
la nota disonante del acorde,
la ventana por la que entró la niebla.
Gustavo cerró la mochila acompañando sus movimientos con proporciones parecidas de rezos, insultos y maldiciones. El viaje iba a ser largo y no guardaba relación con el dinero disponible para llevarlo a cabo ni con el acopio de víveres que disciplinadamente reunió durante un mes. El plan inicial se fue modificando pero tenía muy claro que este viaje cerraba un capítulo de su vida y serviría de entrenamiento para emprender otro más profundo que se gestaba desde hacía un tiempo en su interior. Los últimos meses fueron tan convulsivos como el humor social que soportaba el país, envuelto en otra de las crisis que parecían no tener fin ni fondo. Estaba a punto de embarcarse en una aventura que lo pondría a prueba para medir fuerzas sobre cuánto era capaz de hacer, hasta dónde llegaría con su ímpetu inicial y cómo se vería afectado su espíritu ante cualquier circunstancia adversa.
La ola del movimiento hippie que tanto influyó en la juventud en los años sesenta menguaba o mutaba hacia otras tendencias donde muchos jóvenes se lanzaban a la aventura de la vida nómade del mochilero o se afincaban en comunidades como El Bolsón, aunque Gustavo abrigaba la esperanza de recorrer el sur patagónico por la Ruta 3 hasta Ushuaia. No era una empresa menor pero en aquellos años muchos camioneros o viajantes de comercio que visitaban pueblos en sus automóviles levantaban en la ruta a quienes hacían dedo cargando sobre sus espaldas abultadas mochilas como la que él acababa de cerrar con tanto esfuerzo.
Hay quienes dicen que el destino es un tejido de hilos invisibles y que solo Dios sabe en qué puntos ha de unirse y en cuales separarse pero hay hombres y mujeres que sin poseer la clarividencia para comprender el porqué de sus actos y sus decisiones intuyen que cada paso que dan tiene un sentido y cada impulso los rige, los hace más sabios y más nobles consigo mismos. Por eso fue natural para Gustavo llegar al camping de Villa Gesell y encontrar a Tatjana para enamorarse perdidamente de esa alemana que recorría Latinoamérica para explorarla sin rumbo fijo y que se sustentaba vendiendo artesanías que ella misma producía. La magnitud del eclipse alcanzó para que viajaran juntos a Buenos Aires donde a Gustavo lo esperaban cinco exámenes finales para recibirse de ingeniero. Después de los tres primeros, rendidos entre febrero y marzo, decidieron viajar al sur en los últimos días de marzo.
Los cuarenta días de travesía se repartieron entre setenta y dos camiones y autos que transitaban la ruta tres. Ni en el mejor de los mundos pensaron que podían llegar a Ushuaia en tres días y que el viaje los forjaría de tal manera que la convivencia nómade los fortaleció hasta hacerlos sentir indestructibles. El viaje que emprendieron juntos se parecía tanto a la vida como la ruta que transitaban. A veces árida, poceada, en pendiente, en subida, con un horizonte que a golpe de vista resultaba interminable, luminosa, gris, soleada o lluviosa. Pasaron momentos en que se sentían diminutos ante el paisaje. Cielo y tierra se confundían en algunos puntos y bajo ciertas perspectivas.
Fueron subiéndose por tramos a diferentes vehículos y unos kilómetros antes de llegar a Río Gallegos un hombre con una pickup se detuvo ante la señal autostop de una pareja de mochileros. Colocaron las mochilas en la caja donde transportaba todo tipo de enseres y libros que quedaron a resguardo cubiertos con una lona. En la cabina viajaron con otras dos personas. Fueron comentando el viaje y sus historias personales, compartiendo unos mates y algunas pitadas de cigarrillos. La ruta estaba desierta, y cuando el sonido monocorde del motor y el movimiento invitaban al sueño, fueron sobresaltados por una frenada brusca, imprevisible y alarmante. El conductor vio fuego por el espejo retrovisor en la caja de la camioneta. La colilla de cigarrillo que había arrojado por la ventanilla de la camioneta en movimiento cayó en la parte trasera y avivada por el viento de la marcha comenzó a devorar papeles y cartones.
El descuido y esa brasa diminuta desataron el caos en la caja de la pick up. Se bajaron los cinco con la desesperación que inflamaba el desastre consumado. Fueron rescatando lo que podían entre las llamas y en esa lucha Gustavo se quemó los dedos de una mano. Al correr la lona descubrió con horror una garrafa, y con un coraje que nunca antes puso a prueba, la quitó tomándola del metal del envase caliente para quitarla de la caja que ardía. Lograron controlar el fuego y hacer un inventario de las pérdidas. La carpa en la que iban a dormir con Tatjana quedó destruída y la bolsa de dormir tenía un tajo que la atravesaba desde la cabecera a los pies. Separaron todo lo que el fuego destruyó, acomodaron en la caja de la camioneta lo rescatado y siguieron viaje.
En Ushuaia repararon la bolsa de dormir mientras conversaban sobre la experiencia que pudo haber arruinado mucho más que el viaje. El incendio había sido una prueba más difícil que los exámenes que Gustavo acababa de rendir con éxito en Buenos Aires. En ésta evaluación no había horas de estudio, apuntes ni preparación. No era tampoco el reloj lo que los apremiaba. El abrazo nocturno conciliando el sueño dentro de la bolsa de dormir tenía otra dimensión. Flotaba entre ellos un elemento invisible: la confianza en el otro. Hablaron de la vida con otra profundidad luego de haberse encontrado cara a cara con la muerte.
Volvieron a Buenos Aires y el 23 de mayo, después del último exámen de Gustavo partieron con la idea de recorrer Latinoamérica del mismo modo con el que llegaron a Ushuaia, con muy poco dinero y las artesanías de Tatjana, sin contemplar en sus cálculos que llegarían a Nueva York y que, desde allí, viajarían a Alemania donde vivían los padres de Tatjana. En distintos momentos y bajo distintas circunstancias las brasas de un fogón en Villa Gesell y una colilla en el sur Patagónico encendieron una llama poderosa, de esas que atraviesan el tiempo y los meridianos.
Tumbada
en la arena gris de su melancolía,
esperada,
impuntual como la primavera,
así
la vi y me enamoré perdidamente.
Creí
que era el comienzo de una historia
pero
era ella quien narraba
y
yo no cambié una coma a su relato.
Seguí
la dieta de sus versos y sus imágenes oníricas,
quedé
al amparo de sus pausas,
de
esos interrogantes que nunca se responden.
Me
condujo mansamente en el camino de la magia,
el
ciclo de los astros, la luz de otras galaxias,
las
dudas de los Dioses, los enigmas.
Y
cuando no tuvo más que decir,
cuando
su boca fue un aljibe,
cerró
el libro como quien sopla una vela
y yo quedé sumergido en una oscuridad aterradora.